Un gran golpe en un mal día
Ballesteros acusa en su vuelta al golf, en Madrid, los años de inactividad
Errático como de costumbre, allí se veía. Ante otro enredo. Con su pelota fuera de la calle del hoyo 1 -el décimo para él, pues empezó por el 10 su participación en el Open de Madrid de golf- tras la salida y, mucho peor, tan cerca de un árbol, de sus ramas, que el movimiento completo del swing le estaba vetado. Una vez, dos, tres..., hasta diez, blandió su hierro, a modo de ensayo, flexionando más y más sus piernas. Intentos vanos. El palo siempre chocaba con las hojas. El golpe hacia delante era imposible. ¿Imposible? No para el Severiano Ballesteros clásico, el de las improvisaciones geniales que forjaron su leyenda. Si no podía darlo de pie, lo daría de rodillas. Y con una madera para contrarrestar la menor potencia por lo forzado de la postura. Así fue como consiguió al fin que su látigo restallara. Estalló el impacto. Y la bola despegó en vuelo rasante, a un metro de altura, y casi, casi, aterrizó en el green. Si lo hubiera hecho, aquello habría sido un portento.
¿Un lanzamiento imposible? Si no podía darlo de pie, por las ramas, lo daría de rodillas
Fue el único momento glorioso del día para el cántabro. Para el tricampeón del Open Británico (1979, 1984 y 1988) y bicampeón del Masters de Augusta (1980 y 1983). Para alguien que regresaba a la competición a sus 48 años tras dos, casi tres, retirado y que, como es lógico, estaba sufriendo porque la pasión por su deporte no daba de sí lo suficiente para contrarrestar su lógica falta de toque, de buenas sensaciones... Pero, sí, fue un momento glorioso. A él le recordó aquél que fue. Y a las pocas decenas de aficionados que le seguían, curiosos los menos, incondicionales los más, les compensó con creces. Habían podido degustar, aunque sólo fuera esa vez, la esencia del gran Seve: el triunfo de la imaginación sobre al automatismo.
Porque antes y después, sobre todo antes, Ballesteros anduvo siempre metido en un laberinto. El de sus típicas deficiencias, tan acentuadas en los tiempos previos al de su mutis por el foro. ¿Enviar la pelota al centro de las calles? Una quimera. ¿Cogerlas al menos? Muy de vez en cuando. Casi siempre, a la espesura. A la derecha o a la izquierda. Un desbarajuste sin tendencia definida. Y desde el principio. Ni siquiera una oportunidad de pasear al par por un recorrido, el del Club de Campo, en el que justamente diez años atrás firmó la última de sus 75 victorias en los cinco continentes desde 1976 hasta aquel 1995. En su primer hoyo, el 10, se le puso en medio el tronco de otro árbol. Bola abatida. Primer bogey. Y en el segundo, el 11, tropezó, doble bogey, en sus putts. Cortos. Los propios de quien los da tenso, temeroso de pasarse, sin el pulso debido, sin la confianza imprescindible. Porque ésa fue otra. Ballesteros no tiene que demostrar nada a nadie. Lo fue todo y, ley natural, dejó de serlo. Pero amaneció nervioso. Sabía que la atención estaría centrada en él y, veteranía aparte, se sentía como un primerizo. "Sí, me agarroté al principio", confesó. Y en el sexto, el 15, otro doble bogey, hasta hubo de tirar una bola provisional por si no encontraba la primera, que fue a dar en las arizónicas que separan el recinto de la carretera. La encontró, pero tuvo que hacerla retroceder 20 metros para poder jugarla de nuevo. Y luego, cuatro bogeys por tres birdies. En definitiva, una tarjeta de 77 golpes, seis sobre par. Sólo fueron más calamitosas (78) las de otros dos de los 120 jugadores.
¿Pero fue realmente calamitosa? Sería milagroso que Ballesteros eludiera hoy la eliminación tras la segunda jornada. Pero la suya es otra historia. La de ir "cogiendo el ritmo" para, en la medida de lo posible, volver a disfrutar del golf, su vida. Y es que, aunque sus drives sean erráticos y cierre las clasificaciones, siempre le adornará algún golpe mágico. De rodillas, si es menester.
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