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Constitucional contra Supremo

Ángel García Fontanet

Los reiterados enfrentamientos entre los más altos tribunales del Estado ponen de manifiesto que sus raíces son profundas y que no sólo obedecen a motivos personales o a razones coyunturales, aunque también estén presentes.

¿Cómo explicar y, en su caso, intentar solucionar esa pugna continuada que, ciertamente, produce alarma social? Pues averiguando sus causas e introduciendo las oportunas reformas.

Las principales causas son de naturaleza histórica y jurídica.

El Tribunal Supremo de España (e Indias) previsto en la Constitución de Cádiz de 1812 no fue, en realidad, establecido hasta el Real Decreto de 24 de marzo de 1834, en cuya fecha se declaró la extinción de los Consejos de Castilla y de Indias. Desde esa fecha hasta la promulgación de la actual Constitución, el Tribunal Supremo decidía el derecho en última instancia. Ningún otro tribunal español o extranjero podía corregir sus decisiones.

Todo cambio político presenta ganadores y perdedores. El Supremo quedó disminuido con el vigente sistema de la Constitución de 1978. El Tribunal Constitucional puede anular sus sentencias si estima que su adopción se ha efectuado con vulneración de libertades y derechos fundamentales. El Supremo carece de facultades equivalentes sobre las decisiones del Constitucional.

Por su parte, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), también producto de la Constitución de 1978, ha mermado de manera sensible los poderes que de hecho ejercía el Supremo en lo relativo a los nombramientos de altos cargos de la Magistratura. Para terminar de arreglarlo, el CGPJ designa a sus magistrados.

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La situación anterior viene agravada por la opción realizada por el legislador de atribuir al Constitucional el conocimiento de los recursos de amparo por violaciones de libertades y derechos fundamentales producidas en las decisiones judiciales, incluidas las dictadas por el Tribunal Supremo. Un cierto control del Tribunal Constitucional sobre el Tribunal Supremo queda asegurado.

En resumen, el Tribunal Supremo, revestido desde su origen de categoría máxima y cargado de títulos históricos, comprueba que se le subordina al Constitucional, un recién llegado como quien dice, sin otra tradición que la proporcionada por el efímero Tribunal de Garantías Constitucionales de la Constitución de 1931.

Como colofón, de hecho y de derecho, el régimen jurídico del Tribunal Constitucional -y el de sus componentes- es más favorable que el establecido para el Supremo. Algunos aspectos, como el retributivo, han sido solucionados. Otros subsisten; así, el Tribunal Constitucional tiene autonomía presupuestaria y no existe límite de edad en la designación de sus componentes, mientras que los del Tribunal Supremo se jubilan al alcanzar la edad fijada por la ley.

Esta circunstancia propicia que magistrados que se encuentran en esa situación (y también por otros motivos) gestionen su nombramiento para el Tribunal Constitucional. Algunos, sin embargo, no lo consiguen, con el lógico disgusto. Es natural.

El diagnóstico permite el suministro de los remedios:

1. Equiparación del estatuto de los magistrados de ambos tribunales. Esta medida eliminaría algunos de los actuales alicientes para ascender del Tribunal Supremo al Tribunal Constitucional.

2. Atribución al Tribunal Supremo de la competencia para la resolución de los recursos de amparo. Así se eliminaría de raíz el actual foco de discordia entre ambos tribunales.

3. Establecimiento de un sistema público, transparente y contradictorio para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Se trata de evitar, en lo posible, los secretismos y los procesos conspiratorios, reales o imaginarios.

4. Aproximación de las pensiones por jubilación a las retribuciones percibidas durante el periodo de servicio activo. La idea es desincentivar la pretensión de seguir en funciones.

Una reflexión final: las democracias se caracterizan por el gobierno de las leyes y no de las personas, pero la vigencia de este principio no puede impedir que la intervención de algunas como las que ocupan los sitiales máximos de los altos tribunales del Estado resulte, con frecuencia, decisiva. De ahí que la integridad moral y la ejemplaridad de sus componentes nunca sea suficiente.

En las sociedades modernas se aprecia que los ciudadanos presentan un importante déficit en su grado de respeto y de confianza en los tribunales.

El enfrentamiento entre el Constitucional y el Supremo, ciertamente, no constituye una buena noticia. La situación entre ambos tribunales no es de aquellas que se arregla con el paso del tiempo. El Gobierno no puede hacerse el distraído. Su obligación es promover los correspondientes cambios.

Ángel García Fontanet es magistrado y presidente de la Fundación Pi i Sunyer.

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