Cuatro años que parecen mil
La legislatura que termina ha cambiado los escenarios, los protagonistas y, a menudo, el guión a los partidos políticos
En febrero de 2000 el horizonte del PP era una textura caramelizada. La primavera anterior había cosechado en las urnas respaldos suficientes para gobernar la Generalitat sin tener que compartir el pollo con Unión Valenciana (UV), cuyo espinazo se aprestaba a repelar para luego chuparle el tuétano. La atmósfera despreocupada que envolvía al PP tenía su expresión coreográfica en los movimientos de Las Chicas de Álex, las animadoras faldicortas y con pompones a las que recurría con frecuencia Jesús Sánchez Carrascosa, el amiguísimo, para amenizar los actos electorales centrales y mortificar, de paso, al sector cristiano.
La tarde del 7 de marzo, al ritmo de Sex bomb de Tom Jones, amplificado a 60.000 vatios de sonido, y bajo una catarata de 2.000 kilos de polvo de confeti y 35.000 serpentinas, el partido vivía en un estado de euforia uniformemente acelerado. Y ese esplendor sintetizaba destellos en los cristales negros de las gafas de Carlos Fabra. Había para todos y la porra de Rafael Blasco era un axioma incontrovertible. Incluso tan inagotable que unos día antes Eduardo Zaplana podía aflojarse y soltar la liebre ante las fuerzas vivas en el Salón de los Tapices del Hotel Astoria: "Quienes estén interesados por el futuro político no deben perder la pista a Paco Camps", que entonces era el candidato del PP por Valencia y el delfín que preferían él y la Moncloa. Ya casi lo estaba dejando todo atado y bien atado, y se disponía a volar más y más alto que Henry Kissinger. Su horizonte personal, apuntaban sus terminales, estaba lleno de deliciosas e infinitas sugerencias: la presidencia del Comité de Regiones, la cartera de Exteriores, la sucesión de José María Aznar...
Chiquillo ha pasado de desgañitarse contra el PP a ser su candidato al Senado
Camps ha dejado de ser el preferido de Zaplana para convertirse en su principal objetivo
Por el contrario, enfrente sólo había un paisaje lleno de escombros, casi en metástasis. El PSPV era una taberna convulsa, con más navajas que militantes y más vividores de la política que cargos. Desde 1995, que había sido desalojado de la Generalitat, su trayectoria era un constante homenaje a Newton. Apenas unos meses antes, el congreso extraordinario se había cerrado de forma truculenta y con la cabeza de Antoni Asunción clavada en lo alto de un palo. El secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, lo había anulado y había obligado a dimitir a Joan Ignasi Pla y Joan Lerma de sus respectivos cargos de secretario general y presidente del PSPV. El partido se descomponía en una atomización caníbal que acabaría devorando al entonces poderoso secretario de Organización federal y candidato por Valencia, Ciprià Ciscar.
Con ese catastrófico cartel el PSPV pretendía mejorar sus resultados de 1996 para consolidar el débil liderazgo de Almunia y suturar el abismo familiar abierto en su seno. Su principal baza la constituían cuatro generaciones de mayores de 18 años que comparecían por primera vez ante las urnas y el pacto alcanzado con Izquierda Unida, que supuestamente iba a movilizar antiguos votantes desencantados con las políticas centristas de los gobiernos del PSOE. Eran las bases de la llamada "primavera socialista", pero esas esperanzas, de no ser ratificadas en la urna, constituían más latas de gasolina para la hoguera orgánica. Por su parte, sus socios de Esquerra Unida (EU) estaban en el momento más bajo de su habitual enquistamiento. Las encuestas vaticinaban que sólo el 55% de quienes habían votado esta opción en 1996 se mostraban dispuestos a depositar de nuevo su confianza en sus siglas.
Las expectativas de UV eran mucho peores. Desde 1999 el que fuera partido clave en el primer Consell de Zaplana era ya un partido extraparlamentario. El grueso de sus cuadros había huido hacia el PP. En aquellos días Zaplana enarbolaba la memoria de Vicente González Lizondo y sacaba a pasear a su viuda para que explicara que "el auténtico valencianismo estaba en el PP", mientras UV amenazaba con proyectar un demoledor vídeo sobre Zaplana y su candidato, José María Chiquillo, echaba pestes contra el PP para salvar la única tribuna vistosa que le quedaba a la formación.
Nada más lejos, el Bloc, impulsado por la euforia de las elecciones autonómicas, en las que había rozado la cumbre de su particular Everest -la barrera del 5%-, aspiraba a recoger los restos de todos los naufragios. El pésimo trance que atravesaba el PSPV se planteaba como una ocasión de oro para los nacionalistas, conscientes de que dentro de las filas socialistas había quien abogaba por desviar el voto hacia el Bloc para evidenciar el cabreo orgánico. Su líder, Pere Mayor, necesitaba mantener en tensión al electorado para poder recoger sus frutos en las autonómicas de 2003, en las que se jugaba su futuro a todo o nada. Para ello, depositó sus esperanzas en el escritor Joan Francesc Mira, lo que suponía un guiño hacia sectores del mismo palo tradicionalmente irreconciliables.
Hoy no sólo han cambiando los escenarios: también los protagonistas. Cuatro años después de las elecciones del 12 de marzo de 2000 los asuntos que nutren la dinámica de los partidos en la Comunidad Valenciana también son otros. El calendario ha descompuesto aquella foto fija y la celeridad con que se han ido sucediendo los acontecimientos ha convertido en una eternidad lo que sólo han sido cuatro años. Ahora el PP tiene una grave zanja abierta en su interior, muy maquillada por el requisito de comparecer impoluto y sereno ante las urnas. Zaplana, que ha intercambiado los papeles con Camps, se ha convertido en un tiburón para su propio delfín, al que mantiene cercado en el Palau de la Generalitat mientras trata de disputar los despojos orgánicos de Carlos Fabra para culminar su estrategia de permanecer en la cúspide del PP valenciano, por encima del presidente del Consell.
Como candidato, Zaplana corre acuciado por dos preocupaciones que, sin embargo, podría matar de un solo tiro. Por una parte, necesita unos excelentes resultados que además de facilitarle la presidencia del Gobierno al sustituto de José María Aznar, Mariano Rajoy, le permitan presentarse ante él como un barón poderoso e imprescindible en el próximo congreso, para así poder obtener como recompensa la vicepresidencia en el Ejecutivo y un ministerio con proyección y, sobre todo, presupuesto. Por la otra, está dramáticamente condicionado por el resultado obtenido por Camps en 2000. Como candidato, el ahora presidente de la Generalitat estableció un hito en las pasadas generales al lograr los más altos resultados de la formación: 1.267.062 sufragios, el 52,7% del censo. Camps rompió el techo alcanzado por el PP en las autonómicas de 1999, fijado por Zaplana en 1.085.011 votos. Incluso en los comicios autonómicos del 25 de mayo de 2003 Camps aún dio una vuelta de tuerca a ese resultado y lo elevó a 1.144.110 votos, haciendo del PP el partido más votado en unas elecciones autonómicas en la Comunidad Valenciana. Zaplana necesita visualizar ante los suyos que no sólo tiene más atractivo electoral que Camps sino que, además, es más eficaz en las urnas. Sin embargo, las crisis del caso Fabra y del acoso sexual del concejal de Orihuela Ginés Sánchez, ensombrecen sus expectativas.
Su más inmediato adversario, el PSPV, ha logrado tranquilizar las aguas de la superficie, aunque sus corrientes internas no son menos peligrosas que lo fueron y continúan condicionando todas las decisiones de calado que tiene que adoptar el partido. Aún así, fatigada la militancia por el conflicto ininterrumpido, y con Pla en proceso de consolidación en la secretaría general, el partido socialista ha recuperado una aparente estabilidad. Los resultados de las elecciones autonómicas de 2003, en los que el PSPV obtuvo el mismo número de diputados que cuatro años antes le habían dado las urnas en plena crisis orgánica, no hicieron si no confirmar su estancamiento. Ahora, con Ciscar desplazado hasta la cuarta posición de la lista, la ex ministra de Cultura Carmen Alborch, sin duda la socialista valenciana más influyente en el entorno de José Luis Rodríguez Zapatero junto a Jordi Sevilla, se ha convertido en su principal activo electoral.
También EU ha reordenado su paisaje orgánico. Glòria Marcos sustituyó a Joan Ribó como coordinadora general en la VIII Asamblea, y su candidata de 2000, Presentación Urán, ha sido reemplazada por la abogada laboralista Isaura Navarro. Tras enterrar la posibilidad de una plataforma conjunta con el Bloc, EU comparece ante las urnas con el pecho hinchado por los resultados obtenidos en las autonómicas, donde, pese a su tradicional estancamiento, incrementó sus escaños en un diputado.
UV llega desvencijada a esta convocatoria electoral de marzo, a la que ya no se presenta tras alcanzar un acuerdo con el PP. El mismo Chiquillo que hace cuatro años se desgañitaba contra Zaplana, ahora ocupa la segunda posición en las listas del Senado del PP, mientras otros militantes históricos como el ex presidente de las Cortes Héctor Villalba han abandonado el partido y no cierran la puerta a una posible integración con el Bloc. Tras una sonora crisis, como consecuencia de haber quedado una vez más a las puertas de las Cortes Valencianas, Enric Morera tomó el relevo de Pere Mayor en la secretaría general del Bloc. También toma el testigo de Mira, aunque con un horizonte más inquietante y corriendo muchos más riesgos.
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