El palco del Bernabéu
Es bien cierto que en España el fútbol es fútbol y también que es más que fútbol. Es un lenguaje social con el que se expresa la sociedad: a través de las preferencias por un equipo las personas expresan una simpatía de clase social, una identidad comunitaria, una identificación política. Pero el palco del Bernabéu tiene significaciones simbólicas específicas para los españoles, además de su dimensión deportiva.
Allí recordamos al 'anterior jefe del Estado', como algunos llaman pudorosamente al dictador, presidiendo la festividad de San José Obrero cuando los 'productores' saltaban y danzaban sobre el campo. Ahora vemos al Rey, usualmente acompañado de ministros del Gobierno. De algún modo el palco del estadio Bernabéu ha sido uno de los escenarios para escenificar el Estado. Por eso es interesante reflexionar un momento sobre la foto del palco del día 6 de marzo, cuando se jugó la final de la Copa del Rey entre el Real Madrid y el Deportivo de La Coruña.
Aceptando que el fútbol es un lenguaje social, la inapelable victoria del Deportivo coruñés me parece que resume perfectamente lo que ha ocurrido en España en los últimos años, qué ha cambiado. Ha ido cambiando, de modo natural y sin vuelta atrás, la feroz centralización histórica que lo incluía todo, la Administración, las carreteras, la información. La evolución de las tecnologías y las comunicaciones, junto a la descentralización política, ha permitido que se fuesen creando distintos centros; las energías que antes emigraban a Madrid ahora se fijan territorialmente y crean núcleos económicos, políticos, culturales, en otros lugares.
El fútbol es un espejo. Hace aún 20 años, la Liga era cosa de uno, de dos o de tres. Hoy, la Liga o la Copa del Rey ya no son de nadie y son de todos: ahora es muchísimo más emocionante, competitiva, justa.
Y el triunfo del Deportivo también se puede leer como la derrota del Real Madrid. Un Real Madrid que es un club histórico, un gran equipo, pero que también ha tenido connotaciones identitarias, ha sido visto como un símbolo del Estado, y, de hecho, en estas últimas semanas, con la celebración de su gloria centenaria, ha sido envuelto voluntaria o involuntariamente con la bandera de la 'España natural'.
Es difícil olvidar el arropamiento que le ha dado el presidente Aznar, que no tiene tiempo para recibir a la oposición pero puede acudir a una cena y proclamar su madrileñismo: cómo no ver ahí una intención ideológica cuando desde el Gobierno se está lanzando una campaña en todos los frentes de defensa de la más vieja idea de España.
Su ausencia en ese palco, donde sí estaba Fraga, tiene un cierto valor simbólico. La realidad inapelable es que esta España es otra de la que este Gobierno aprendió en la vieja escuela, es una España diversa que aún no tiene un reconocimiento institucional y político claro en el ordenamiento del Estado. Ese Fraga que le discute la idea de España a su hijo político, que le recrimina paradójicamente que sea más conservador y papista que él y que sí estaba en el palco es una evidencia de que la vida en general, y la vida política en concreto, es más dinámica, inesperada e inaprensible de lo que creen los que quieren reducir España a una vieja horma reaccionaria.
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