Reformar hacia el pasado
He leído que el director de la Real Academia de Historia está aterrado por la ignorancia juvenil.Sonriamos todos a una. Desde hace siglos, la humanidad castiga a la generación que se avecina con reproches sobre su escaso conocimiento de lo que sería obvio y necesario conocer. A veces incluso se acompaña el reproche con un capón condescendiente, un eructo de nostalgia por tiempos remotos en los que, presumiblemente, los bebés descendían del hatillo y abandonaban la servicial cigüeña portando un libro en el sobaco en lugar de la prosaica barra de pan. Sonriamos.
Sonreír, y poner el tema en el cesto de las frases tontas y la retórica senil secular sería lo más saludable si no fuera por un par de cosas. La primera de ellas el ejemplo empírico aducido por el académico (¿quién era Alfonso XII?). La segunda consiste en los síntomas de la tormenta que se aproxima día a día, la reforma de las humanidades, formando una nube más de la tenebrosa meteorología de la temporada.
Ejemplificar la ignorancia juvenil universitaria en el desconocimiento de Alfonso XII (y su parentesco con Juan Carlos I) tiene suficiente miga como para fabricar un montón de chistes estupendos sobre el tema. Sin embargo, y para no hacer sangre con el asunto, es mejor que cualquier lector se pregunte, simplemente, para qué diablos necesita saber un joven universitario que aquel reyezuelo fue el lejano bisabuelo del actual jefe del Estado. ¿Es que los jóvenes franceses saben quién fue el bisabuelo del presidente de la República de Francia? ¿Deberían saberlo? ¿Acaso nos está diciendo alguien que volvamos a las interpretaciones dinásticas para ordenar los procesos históricos? Si no es así, entonces ¿a qué viene tanta tontería?
Si alguien desea hacer demagogia con la ignorancia ajena no tiene más que lanzarse a la calle y comenzar a preguntar a la ciudadanía cualquier cosa del estilo: "¿joven, usted sabe quién era Franco, quién era la Collares, quién Cánovas, quién Eugenia de Montijo?", y acto seguido enfocar con la cámara el rostro de póquer con granos del joven encuestado para concluir: "Ya ven, no saben nada, es como preguntar por María Salamiento". No es una broma, es la frivolidad informativa habitual en temas de historia.
Tras la anécdota borbónica, reside un convencimiento tácito: la presunta ignorancia en humanidades se combate con un buen puñado de datos empíricos. No es cierto, nunca ha funcionado así. Ignorancia no es otra cosa que la incapacidad de recursos para conocer lo que se precisa en cada momento. La ignorancia se combate con la capacidad de conocer. Transmitir esa capacidad no es fácil, pero es fecundo, es una inversión poco vistosa, lenta, pero profunda, que rinde su buen servicio para siempre. La capacidad de nuestros jóvenes para moverse entre libros y fuentes de información diversas ha aumentado notablemente, es decir, su capacidad cultural es mucho más alta.
Pero el tema sobre la ignorancia juvenil parece ser que venía a cuento, según el director de la Academia, por la necesidad de reformar la situación actual de las humanidades. Reformar no tiene por qué ser malo. Depende. Sin embargo, todo lleva a pensar que los reformistas proponen, por una parte, aumentar la flota de nombres y fechas que nuestros jóvenes deberán saberse de carrerilla a causa de su incuestionable sentido referencial (verbigracia: Alfonso XII o el 2 de mayo de 1808), y en segundo lugar que esos nombres, fechas y referencias sean una sola voz, potente y densa, complementada, eso sí, por coros periféricos que embellecen, con sus particularismos irrenunciables, el verdadero relato nacional. Una lástima, pero es así.
Una lástima porque esa bondadosa intención reformadora de las humanidades es el espacio cultural de algunos de los conflictos políticos que empiezan a aparecer tras cinco años de gobierno popular. Una recuperación de su espacio político cultural. Al fin y al cabo, decidir qué deben saber los jóvenes es un asunto político en armonía con la pregunta sobre la estructuración política territorial del lugar que habitamos, España. El resto es humo.
Ignasi Guardans llevaba toda la razón del mundo cuando replicó a la ministra de Cultura anterior que España no es Castilla. No lo es. Pero el problema será ese sin duda cuando llegue la discusión; y las humanidades y su dichosa reforma constituyen tan sólo el decorado, un pretexto.
El debate será bastante rudo, aunque probablemente morirá debido a que la capacidad de maniobra del Gobierno del Estado en los planes de estudio tiene límites bastante precisos. Una vez más se encresparán ánimos innecesariamente, porque cuando el tema de fondo consiste en establecer formas de dominio cultural, las chispas surgen incluso del agua. Pero eso es lo que sucede cuando se reforma hacia el pasado, es decir cuando hay involución.
Ricard Vinyes es historiador.
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