Fantasmas
Paseábamos la semana pasada por el patio de un colegio donde se estaba rodando una película, contemplando ese espectáculo medio circense que monta el cine, de camionetas, cables, focos y gente que trabaja de una forma que al principio parece abstracta y de la que uno poco a poco va entendiendo el engranaje, el fin común. Paseábamos con un Fernán-Gómez despojado de su propia personalidad para construir la personalidad de un jesuita, vestido con ropas grises, de cura humilde. El colegio se dibujaba imponente contra el cielo, era uno de esos viejos colegios de Madrid, de ladrillo visto y altas torres, tan atractivas como amenazantes, y en la entrada había un cartel viejo que nos hizo saber que había sido un hospicio. Qué maravilla, dije. "¿Maravilla?", me preguntó Fernán-Gómez sorprendido, "¿Te gusta? A mí me parece horrible".Maravilla para mí, claro, que estudié en un colegio de Moratalaz que era exactamente igual que cualquier colegio de cualquier barrio periférico de España. Maravilla porque me hubiera gustado entonces que mi colegio tuviera el aire misterioso que esos colegios que aparecían en las novelitas mentirosas de Enid Blyton, ese mundo lleno de cobertizos, pasteles de frambuesa e internados de niñas cursis que corrían aventuras estremecedoras. Pero, claro, para cualquier persona que haya vivido el Madrid de la posguerra, la historia de estos edificios salta a la vista, salta a la vista lo que realmente eran: lugares terriblemente fríos y húmedos donde se recogía o se reeducaba a los niños pobres. Recuerdo las palabras tan claras y tan precisas del dibujante Carlos Giménez cuando me hablaba sobre ese sobrecogedor álbum que es Paracuellos (que ahora, por cierto, se vuelve a reeditar): "A esos colegios íbamos los hijos de pobres, los hijos de rojos y los hijos de puta". Nadie mejor que él ha contado con sus dibujos las desgraciadas infancias de los niños que perdieron la guerra.
Los edificios hablan. El presente les lava la cara, los arquitectos hacen lo que pueden, pero el fantasma del sufrimiento surge, y no se trata de fenómenos paranormales, es que hace muy poco tiempo que se pasó la página de nuestra historia más negra. Ayer mismo entraba en el jardín del Teatro de la Abadía. El color albero de las paredes le da a aquel edificio un aire tan acogedor, tan alegre, que nadie diría que allí hubo en un tiempo dolorosamente cercano una cárcel para mujeres republicanas. Nuestros ojos no ven el pasado, pero ese pasado está en los ojos de los que vivieron la posguerra. Para ellos, "normalizar", como se diría ahora, la presencia de estos caserones es algo casi imposible. Salgo caminando de la Abadía, paseando ahora con el actor Emilio Gutiérrez Caba, y me señala otro teatro, el Galileo: "Eso fue la antigua Funeraria". Y paseando y hablando nos acordamos del Reina Sofía, o del hospital de Maudes, que albergaron a tuberculosos, a presos, a soldados heridos en combate. ¿Tú crees que se notan esas antiguas presencias?, le pregunto a Emilio. Y me dice que es muy difícil borrar el fantasma del dolor, ese dolor que anda por los rincones de los lugares donde hoy se representa teatro, se presentan libros, se exponen cuadros o se hace la fiesta del cine en la antigua DGS.
Y para los que no tenemos esos recuerdos oscuros, para los que sólo recordamos el final de la época gris, nos basta con escuchar lo que nos cuentan los que sí la vivieron. Ver con sus ojos. Si uno sabe poner atención, al momento aparecen los fantasmas de aquellos niños dibujados por Giménez, uno de ellos es él: huérfano de padre, pobre, con el pelo rapado y las orejas rojas de los sabañones del frío. Muertos de miedo, sabiéndose distintos a los otros niños, dispuestos a ser evangelizados. El huérfano Carlitos Giménez se consolaba leyendo El cachorro y soñando con que algún día dibujaría tebeos, y se consolaba también con la idea de volver a su barrio, a Lavapiés. Hoy, tantos años después, nos tomamos de vez en cuando un buen vino en un restaurante de Huertas, y yo creo que todavía ahora el cincuentón Giménez se siente feliz de estar aquí, como si acabara de salir del colegio de Auxilio Social y se encontrara libre, fuera de los muros de su cárcel infantil.
¿Quién se atrevería a visitar todos estos edificios por la noche, cuando ya no haya espectadores, ni bedeles, ni actores? Puede que en la espesura del silencio nocturno se pueda escuchar la respiración de tanta desgracia.
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