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Aquí Hemingway

Por aquel entonces sólo había en España tres tipos de personas: los que tenían cara de figuras de Goya, de El Greco o de Velázquez. Al menos eso es lo que le pareció a Ernest Hemingway en los años veinte, cuando empezó a venir a un país donde encontraría, entre otras cosas, la inspiración para alguna de sus novelas más célebres: Fiesta surgiría de sus viajes a Pamplona, y Por quién doblan las campanas, de sus experiencias en la guerra civil. Al escritor norteamericano le gustaba estar en el centro de la diana, moverse por la zona roja de las ciudades, mirarle a las cosas cara a cara, sin intermediarios y desde la primera fila: cuando se trataba de interesarse por el mundo de los toros, nunca se conformó con ir a la plaza, sino que porfiaba por pisar el ruedo, por hacerse amigo de los matadores, pero también por dormir en las mismas casas de huéspedes que lo hacían los banderilleros y demás subalternos -de esta experiencias nació, por ejemplo, su relato La capital del mundo-; cuando se trató de seguir los acontecimientos de la guerra, su actitud fue idéntica. Rafael Alberti me contó una vez cuál era el método de Hemingway para ahorrarse un poco de dinero: alquilaba la habitación más barata del hotel donde vivía, un cuarto que daba justo al frente y por cuyo balcón entraba de vez en cuando alguna bala perdida. Parece una temeridad o un alarde inútil, pero lo cierto es que de ese contacto diario con la batalla surgieron algunas de las más hermosas crónicas de la contienda, las enviadas a la North American Newspaper Alliance por el autor de Tener y no tener.Hemingway cuenta en sus Despachos de la guerra civil española (editados por Planeta) el asedio a la capital, sus visitas a las trincheras, su visión del combate a veces desde lejos, con unos gemelos de campaña, y otras veces desde dentro de él, sintiendo cómo las balas pasaban sobre su cabeza en la Ciudad Universitaria, observando las tropas que avanzaban por la carretera de La Coruña o Carabanchel, librándose por poco de la explosión de un mortero durante una escaramuza en la Casa de Campo. Luego, de regreso a su alojamiento, la cuestión mejoraba, aunque sólo en parte: "La ventana del hotel está abierta y desde la cama se puede oír el tiroteo del frente, que está a diecisiete manzanas de distancia", escribe en uno de sus textos. Y en otro: "Dicen que nunca oyes la bala que va a matarte, que sólo oyes las que ya han pasado de largo. Yo sí escuché la última granada que cayó sobre este hotel, la escuché salir de la batería, acercarse silbando como un tren metropolitano, chocar contra la cornisa y llenar la habitación de yeso y cristales rotos". Ésa era su vida: por las mañanas se acercaba al frente para tomar notas o rodaba las imágenes del documental que hizo junto al director de cine Joris Ivens; por las noches, miraba pasar los trimotores Junker y oía el fuego de la artillería. Después de todo eso, Hemingway volvió con frecuencia a la España de Franco y muchos no se lo perdonarían. Aunque para entonces el premio Nobel de 1954 ya era una parte de la ciudad, algo que no podía arrancarse de ella. Su poder iconográfico es inmenso, su vinculación a España tiene rasgos legendarios y su figura conserva una popularidad tan irrebatible que en un bar junto a la plaza Mayor está colocado, desde siempre, el cartel publicitario quizá más bello de todos los tiempos: "Hemingway never ate here" (Hemingway no comió jamás en este local). ¿Habrá aún alguien que no sepa quién es ese tipo de la barba blanca al que se refiere el letrero? Hoy, a la una de la tarde, el Círculo de Bellas Artes colocará una placa en honor de Ernest Hemingway en la fachada del Hotel Suecia. Es una iniciativa hermosa ésta de volver a traer a la ciudad a los artistas que, de todos modos, nunca se habían marchado de ella porque son uno de sus fragmentos, una parte de su memoria. A partir de ahora, la gente normal, esos ciudadanos a los que aniquilan los tanques y sobre los que suelen caer las bombas, podrá tener de nuevo a Hemingway en sus calles, al alcance de la mano. Algunos seguirán insultándolo, diciendo que fue superficial, machista y demagógico. Yo me conformo con leer de vez en cuando lo mejor que escribió, sus narraciones cortas, y con recordarme que en este mundo hubo y sigue habiendo un millón de imbéciles mucho peores que él.

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