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Autonomía

LUIS GARCÍA MONTERO Después de leer el último comunicado de ETA y las declaraciones de Herri Batasuna, me veo obligado a admitir, ¡por fin!, que estoy de acuerdo con ellos en algo: el proceso autonómico ha supuesto un verdadero fracaso. Sólo ha servido para burocratizar más el país, producir una sobrecarga innecesaria de políticos y crear artificialmente un disparatado rompecabezas nacionalista. Y todo esto bajo el amparo de una moral conservadora, folclórica, localista, clerical y desmemoriada, capaz de convertir a Fraga en un ciudadano respetable y de otorgarle a Pujol un poder difícil de imaginar: el de convertir a Cataluña, el territorio español más moderno y cosmopolita por tradición, en uno de los lugares más costumbristas y catetos del país. Los partidos mayoritarios han jugado a pactar con las minorías nacionalistas de una manera imprudente y asombrosa, confundiendo la política y el oportunismo. Madrid se convirtió en un lugar para el chantaje o para la demagogia, un mercado en el que cambiar votos por privilegios territoriales, una verbena de acusaciones electoralistas muy contagiosas. En Andalucía, por ejemplo, hemos podido comprobar cómo el PSOE y el PP han llevado sus disputas a un enfrentamiento absurdo entre el Gobierno y la Junta, Madrid y Sevilla, España y Andalucía. Entre grito y grito, eso sí, Andalucía se va construyendo a golpe de romería, de vírgenes, de palmas folclóricas y de ferias populares. Las raíces andaluzas parecen inevitablemente condenadas a la religión, el señoritismo y la juerga. España se empeñó en crear nacionalismos en todos los rincones, para calmar a los catalanes y los vascos, y la jugada autonómica ha salido mal, porque catalanes y vascos quieren más, quieren diferenciarse por arriba, aunque ni siquiera saben lo que tienen por debajo (por ejemplo, tienen una autogestión mucho más amplia que la prometida ahora en Irlanda, tantas veces puesta como modelo en estos días). La tregua de ETA parece basarse en un pacto con el PNV sobre un futuro referéndum para la autodeterminación. El esperpento español alcanzará cotas inadmisibles si hay un efecto extensivo y se nos contagia el furor nacionalista, muy alentado siempre en las competiciones. Y esto, desgraciadamente, no es ya ciencia ficción. Una salida lógica para la España democrática hubiese sido un estado federal (republicano), con un cuerpo sólido y el necesario reconocimiento político de Galicia, Cataluña y el País Vasco. Por pura imitación de las llamadas nacionalidades históricas, el resto del país dejó de ser lo que era, dejó de responder a su propia historia, y florecieron las comunidades autónomas. Ahora comenzará la carrera de los que pidan, según vayan las cosas, una España federal con muchos estados o un referéndum de autodeterminación por cada autonomía. El joven Rafael Alberti declaró en 1929, frente al andalucismo superficial, que él se sentía noruego por amor a Bécquer. Si alguien llega a preguntarme oficialmente por mi nacionalidad, me iré a vivir a Francia, a la antipática Francia, aunque sólo sea para cantar La Marsellesa en un campo de fútbol.

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