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Un mono con pelota

No sirve de mucho la razón a la hora de examinar cuestiones tan irracionales como las que suscita la pasión futbolística, aunque de tan loable como inútil esfuerzo pueden surgir leyes "fundamentales" y torticeras, y a su cola, ensayos periodísticos como el que Rafael Sánchez Ferlosio, lúcido y perpetuo aguafiestas, publicaba hace unos días en este periódico desglosando las contradicciones entre el interés público y el interés del público. El fútbol, en esquema, son 25 individuos, generalmente de sexo masculino, en pantalón corto, evolucionando en un campo rectangular alrededor de una pequeña esfera; 20 de ellos la tratan a patadas intentando colarla en una especie de cazamariposas gigante que protegen dos privilegiados que pueden tocar la bola también con las manos, los otros tres calcicortos, enlutados, les vigilan y reprimen a golpe de pito para obligarles a cumplir un reglamento tan absurdo que sólo pudo ser inventado por súbditos de su graciosa majestad británica ebrios de whisky.

Sin embargo, algo tan simple y extravagante a primera vista puede, por ejemplo, hacer que pierda la. ecuanimidad un tipo tan ecuánime como Manuel Vázquez Montalbán, culé irredento, cuando habla de sus colores, o aún más difícil, inspirar reflexiones teológicas a un ser tan... telúrico como Jesús Gil y Gil, que declaraba hace poco ante las cámaras que ser del Atlético de Madrid es sentirse cerca de Dios.

El que esto suscribe, dejemos las cosas claras desde el principio, es del "Madrí" aunque no ejerza muy a menudo como espectador y jamás se haya acercado a la Cibeles para botar y desgañitarse en las celebraciones victoriosas. Explicaré mi temprana adscripción a este club: hace 40 años, aproximadamente, en la calle del Espíritu Santo, zona de mercado, instalaba su tenderete una alegre vendedora de pastillas para la tos que contaba con un ayudante excepcional, un mico alborotador y de talante agresivo que a una indicación de su dueña saltaba sobre los hombros de algunos infelices espectadores y les tiraba de los pelos con gesto hosco. "A por ése, que es del Atleti", o algo así, señalaba la señora de las pastillas para azuzar al simio de clara adscripción madridista.

Para escapar de sus ataques, el niño que yo era se decidió tempranamente por el bando merengue y aplaudía y se reía, sabiéndose inmune, cuando la endemoniada bestezuela maltrataba a un presunto colchonero. No era un comportamiento muy heroico, pero yo no era más que un crío indefenso al que su lejano antecesor en la escala evolutiva le producía un miedo irreparable. En aquellos días llegué a sufrir espantosas pesadillas en las que él mono cambiaba inexplicablemente de bando, y perseguía con saña de converso a sus antiguos compañeros.

Mi afición al fútbol se nutrió posteriormente de la admiración que me producía ver en la televisión las proezas atléticas y los malabarismos de los profesionales de un deporte para el que yo parecía totalmente negado, come se encargaban de recordarme los capitanes de los equipos colegiales, que siempre me relegaban al papel de suplente y procuraban por todos los medios que no saltara al campo (patio) de juego. Más tarde, mi afición desapareció al tiempo que aparecía la conciencia política. El fútbol era un poderoso opiáceo con el que el régimen franquista alienaba a las masas trabajadoras, un veneno letal. Mi aletargada afición rebrotó luego en los primeros compases de la transición de forma moderada, al tiempo que crecía también mi aversión por los comentaristas deportivos, que, olvidándose a menudo de lo que pasaba en los campos, dedicaban sus esfuerzos profesionales a glosar lo que sucedía entre los tenebrosos bastidores del deporte rey, con la irrupción como nuevos protagonistas de los presidentes de los clubes con sus rencillas y sus exabruptos, sus trampas y sus miserias, sus fichajes y sus enjuagues.

Hace dos años, asistí, vía televisión, a una reunión de presidentes de clubes de primera división y descubrí que Gil y Gil y sus vociferantes colegas me producían el mismo miedo que el mico de las pastillas para la tos, multiplicado por el número de miembros de aquella asamblea de primates con corbata.

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