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Tribuna:EL "CAMBIO DEL CAMBIO" EN ESPAÑA / y 2
Tribuna
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La izquierda

Para entender en toda su magnitud el tour de force de Felipe González, Narcís Serra y el Partido Socialista hay que retroatraerse al clima de hace tan sólo dos meses. Clima irrespirable en que a los socialistas se les insultaba no sólo ya en las emisoras de la derecha, sino en las calles de Madrid.Como preámbulo habría que hacer también un análisis del clima político de la ciudad de Madrid en relación al del resto del país, más allá del impacto político negativo que el 2 -injustificadamente- haya podido tener. Injustificadamente porque Madrid, aún sin "grandes eventos 92" aunque sí capitalidad cultural europea, tuvo en los últimos cuatro años -que fueron sus cuatro años considerados "rnalos"tanta inversión estatal como Barcelona en los cuatro años "del siglo".

Pero volviendo al inicio de este análisis, en los últimos tres meses Felipe González y Narcís Serra han predicado:1) Transparencia, respeto a la justicia y liberalismo ante los medios de comunicación.

2) Seguir gobernando hasta el final y tomar la decisión de devaluar la peseta tanto como fuera preciso y tan poco como fuera posible.

3) Un nuevo impulso democrático concretado en reformas electorales (alcaldes elegidos directamente y quizás un sistema de tipo alemán para las elecciones generales), una nueva ley de partidos prohibiendo las donaciones de empresas y permitiendo y desgravando las individuales.

4) La corresponsabilidad fiscal con las autonomías y el incremento de competencias municipales, así como la mejora de las finanzas locales.

Finalmente, y ya durante la campaña electoral, Felipe González pidió el voto para hacer esas reformas, acorraló a José María Aznar en el tema de la protección social y demostró con números que España había cambiado en 10 años lo que no había cambiado en décadas.

Pero el cambio del cambio ¿qué querrá decir exactamente?

Al abordar este asunto tengo que pedir excusas porque parecerá que barro exclusivamente para casa al defender el poder local y plantear su potenciación como uno de los componentes básicos de esa autotransformación.

Lo que podríamos llamar la 'Tórmula de Toledo" (porque surgió en un acto organizado allí por José Bono y en el que participamos Felipe González, José María Eguiagaray, Prancisco Vázquez y yo mismo ante más de 250 alcaldes) era doble, en mi planteamiento:

1) La subsidiariedad como guía de la aproximación de la política a los ciudadanos.

2) El espíritu de 1'Empordà, por la comarca catalana que hace 100 años fue identificada como aquella parte del todo (Cataluña) que mejor que el todo podía expresar su sentido de una forma más concreta y tangible.

En la estimación de lo próximo y pequeño se expresa suficientemente nuestra estimación por lo mayor y envolvente (l'Empordà por Cataluña, Cataluña por España) y de tina forma más natural, más auténtica, más sentida.

Aquello que en Toledo definí como la segunda parte del Cambio -o el cambio del cambioera la atención por los pequeños problemas más que por los trascendentales ya resueltos: la reforma militar de Serra, la fiscal de Fernández Ordóñez y Borrell, la reconversión industrial de Solchaga, Majó y Aranzadi, la entrada en Europa y en la Alianza Atlántica de la mano de González y de Serra, el traslado del 25% del gasto público a las autonomías, las libertades civiles, el pluralismo mediático, el acorralamiento del terrorismo por Barrionuevo y Corcuera, la reforma y generalización de la ense fianza de Maravall y Solana, la cobertura sanitaria y de pensiones, etcétera. Estos eran los problernas pendientes en España desde 1970, desde 1950 algunos, y otros aún más allá, desde 1898.

Pero los problemas pendientes desde 1987, la segunda parte del cambio, sobre todo en las grandes ciudades agobiadas por su propio éxito económico eran otros:

1) El aparcamiento y el transporte público; el ruido; la polución; la creciente desaparición del paseo tranquilo por nuestras calles; el aumento de las basuras.

2) La inseguridad; la concentración de problemas en barrios incapaces de soportar tanto dolor y su degradación; la drogodependencia; la inexistencia de justicia local y rápida; la inmigración regular y las reacciones que suscita.

3) La vivienda de los jóvenes y de los no tan jóvenes: la vivienda asequible, no sólo la vivienda social, y más concretamente la vivienda asequible en las zonas antiguas de nuestras ciudades.

El error de 1987 hasta aquí, por el que tenemos que pedir excusas, es el de haber pensado más en Europa que en Malasafia, el Raval, o el Carmen.El error por el que tenemos que pedir excusas es el de no habernos dado cuenta de que debajo del fantástico traslado de medios económicos a las autonomías (una cuarta parte del Estado se descentralizó en 12 años, casi tanto como Alemania fue descentralizada por los aliados después de vencerla en una guerra total), el no habernos dado cuenta, digo, de que, tras esa descentralización, los auténticos problemas de la calle seguían lejos del gran dinero público y que los ayuntamientos se estaban empeñando hasta el cuello para hacer frente a la vez a esos problemas y dar cumplimiento a los gastos culturales, deportivos, sociales e infraestructuras que los ciudadanos demandaban y que la propia descentralización autonómica incitaba a proseguir.Pero tengamos cuidado: la calidad de vida que nuestros ciudadanos demandan incluye también el autogobierno autonómico. "Pertenecer" a una nacionalidad o región es un bien valorado. Incluso en el sentido más pragmático cuando falta el legitimismo histórico y cultural: José Bono contaba, impresionado, que cuando visitaba por primera vez ciertos pueblos de La Mancha sus habitantes confesaban no haber visto a un político importante desde Romanones. Esto también es calidad de vida.

La calidad de vida no se detiene ahí. Aumenta cuando el gobernante sabe reprimir sus deseos benevolentes de "arreglar los problemas" y admite que sean los niveles inferiores quienes lo hagan, aún cuando estos

Y niveles inferiores se inhiben en favor de la sociedad civil, si ésta es capaz de resolver por ella misma sus problemas.

Esto es la subsidiaridad y no otra cosa. La carga de la prueba de la eficiencia y de la equidad tiene que proporcionarla el nivel superior, no el inferior: Al nivel inferior se le supone. Al contrario de lo que suele ocurrir en nuestro burocratizado mundo, en el mejor de los casos benevolente e ilustrado, pero alejado del sentir de la calle.

La derecha de Reagan y Thatcher, además de algunas guerras dudosas, ha hecho un gran daño: suprimir conceptualmente todo lo que existe entre un estado fuerte y la sociedad civil, destrozar los sistemas complejos y dotar a los niveles altos de gobierno de una total buena conciencia en. relación con los niveles inferiores... en nombre de la sociedad civil a la que se dice defender.

¿Desde cuándo puede tener credibilidad una política que en nombre de los ciudadanos suprime ayuntamientos -que son juntas de ciudadanos- como ha sucedido en Londres?

Durante la. pasada campaña electoral insistí en que la victoria de la derecha sería la derrota de las ciudades. Más en concreto, me preguntaba en público sobre la suerte de Barcelona en una combinación derecha-derecha de Aznar y Pujol.

No hacía falta respuesta. Las exclamaciones del público respondían por mí.

Pero seamos claros. La izquierda que se quiere cambiar a sí misma ("Hemos de ser capaces de cambiarnos a nosotros mismos", se dijo en Toledo) debe cambiar también en eso.

Hemos de encontrar, de común acuerdo, la batería de indicadores que nos digan hasta qué punto conseguimos acercar la política al ciudadano a través del cauce natural que es la ciudad.

No concibo una política de ciudadanía europea sin una política de ciudades, sin una concepción de Europa también como sistema de ciudades, de ciudades eficientes y fuertes.

Y lo digo desde el "regionalismo europeo", que comparto y apoyo, pero más allá del regionalismo europeo, yendo a la médula de la política europea que ha tenido siempre nombres propios: Milán, Amsterdam, Barcelona, Turín, Munich o Valencia.

El error de los últimos años ha sido tanto el permitir la expresión excesiva de aquellos sentimientos que ven en las autonomías piedras en el zapato (" ¡qué gusto cuando se quitan!", decía un profesor del Instituto Escuela), como la obsesión excesiva en ese tema y la incapacidad para articular -más allá de esa obsesión- una auténtica política urbana, que ahora es ya imprescindible.

Repito que, a veces, tengo la impresión de tener que dar excusas por este planteamiento que puede parecer egoísta, especialmente viniendo de una ciudad a la que se le atribuyen milagros. Ya se sabe que los milagros se suelen atribuir "arriba", a los de arriba, y nunca a los propios sujetos. Algo hay de ello y algo también de esfuerzo propio.

Todas las ciudades españolas han mejorado, y mucho. Por ejemplo, Almería y Logroño tienen ópera; ambas tienen o tendrán universidad y Santiago tiene un nuevo auditorio y nuevo Museo de Arte Contemporáneo. Almería ha resuelto el problema de sus crónicas avenidas de agua y Logroflo ha hecho veinte plazas y parques nuevos.

Y, sin embargo, no han hecho más de lo que tenían que hacer. Podemos demostrarlo. Y que los demás demuestren lo suyo.

Si una alianza con los nacionalismos históricos contemplara estas perspectivas (si, por ejemplo, permitiera un Ministerio de las Ciudades para empezar) sería bienvenida.

En el caso contrario, que es muy posible -bloqueo total de los temas en el nivel autonómico, consideración de las ciudades como feudo particular de las autonomías- tendremos que recurrir a la fórmula más acreditada, la que ha permitido la gran transformación de nuestras ciudades: la alianza de las izquierdas, sin excluir por supuesto a los nacionalismos cuando quisieran entrar a formar pactos de progreso.

La subsidiariedad, en todo caso, quiere que nada se haga desde el poder alto con el bajo sin conocimiento del intermedio. Pero no hay compartimentos estancos en la subsidiariedad. Ésa sería una interpretación interesada, propia de los euroescépticos británicos o de algunos regionalistas extremos, cada uno respecto a su "coto privado de caza" o de poder.

O en 1993 comienza, por fin, la década de los ayuntamientos o habremos perdido el tren de la década.

El objetivo del programa socialista es "avanzar proporcionalmente" hacia el objetivo de fin de siglo (50 / 25 / 25% en el reparto del gasto público central, autonómico y local). Eso quiere decir, aproximadamente, estar en el 20% en 1997. Menos que eso significaría dejar las cosas donde estaban en 1992... y en 1982. Imposible.

Pasqual Maragall es alcalde de Barcelona.

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