Miseria y esplendor de la arquitectura rural
No hace mucho que Julio Caro Baroja señalaba la necesidad de completar y avivar el Museo del Pueblo Español, una institución que quizá algún día tendrá que suplir a la realidad misma, o al menos a lo que hasta ahora hemos reconocido -en sus formas y en sus usos- como sociedad rural. Un rápido recorrido de última hora por algunas de las comarcas naturales de nuestro país es suficiente para señalarnos el progresivo deterioro del medio rural y, en concreto, de su arquitectura.Una de las más, deplorables alteraciones que nuestra sociedad sufrió en las últimas décadas fue la de la violenta sustitución del medio rural por el urbano, cambio estimulado por la imperiosa necesidad de subsistir con una mayor dignidad. La urgente destrucción de una buena parte de los centros históricos de algunas de las capitales de provincia para albergar a los nuevos residentes y el radical abandono de aldeas y pueblos fueron las alteraciones más notables.
Hoy parece haber una especie de pugna -igualmente traumática- para que el medio rural recupere su vida, pero no sabemos todavía a costa de qué precio. Cuando nos acercamos a un pequeño pueblo y vemos desde lejos los silos de hormigón al lado de las torres de homenaje de los castillos, las chatas y burdas granjas junto a los muros de algún palacio, los rojizos depósitos de agua asomando por encima de las murallas y los cubos de las frías naves industriales junto a las espadañas de las iglesias, no tenemos, por menos que sentirnos sobresaltados ante el posible relanzamiento del medio rural y, en concreto, de su arquitectura.
Ya dentro de las calles del pueblo vuelve a saltar a la vista la ausencia de la más mínima armonía arquitectónica. Las edificaciones primitivas están herméticamente cerradas o ruinosas, pero las nuevas llaman en seguida la atención del viajero por su pretenciosidad: fachadas recubiertas de los más variopintos baldosines; ladrillos, revoques y pinturas de mil colores; puertas, ventanas y miradores de las más absurdas proporciones; verjas y rejas floreadas.
Hay, sin ninguna duda, por parte del dueño de la nueva casa una primera obsesión: la de buscar lo llamativo, aunque ello sea a costa de la escasez o de la pobreza de medios. Upa muestra exagerada de cuanto decimos es no sólo la construcción de la entrada y de la cerca de la casa cuando ésta todavía no tiene su tejado o sus ventanas, sino la infinidad de adornos de todo tipo, tamaño y color que suelen llevar consigo.
El visitante siente en seguida una necesidad profunda de contemplar el severo adobe, la cal o la piedra desnuda que daban, a pesar dé su modestia, carácter a la aldea rural, aquellos tapiales mimados y resecos por el sol y por las heladas que cercaban huertos sobre los que se alzaban las ramas de los frutales. Esto es lo primero que choca a la hora de la contemplación de la nueva arquitectura rural: la ausencia de materiales modesta y ordenadamente dispuestos.
El núcleo rural está desprovisto de armonía y de equilibrio, no sólo en sus alrededores y en sus edificios, también en los más mínimos detalles: los muros son protegidos con los materiales más resistentes y chillones, los tejados de uralita hacen furor, las fuentes, lagunas y arroyos se han secado, y los escasos árboles están mustios a causa de su ve
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jez. No hablemos de aquellos otros detalles que cualquier persona puede apreciar al echar una mirada global a una de nuestras aldeas o pueblos: escombreras y ruinas se mezclan con los llamativos anuncios de los cartelones publicitarios.
De noche, autopistas, o carreteras cruzan a la luz de potentísimas farolas de neón las calles vacías de algunos de estos míseros lugares que todavía no han recuperado su vida, la normalidad cotidiana y enfebrecida de un tiempo. Y uno piensa, tras la breve alucinación luminosa, en los faroles sencillos, elementos francamente en desuso frente a ese moderno alumbrado que empalidece una arquitectura despersonalizada. Nada diremos de la pérdida de todos aquellos hábitos y materiales que suponían una labor artesanal y que, al igual que las distintas piezas artísticas de los expurgados templos y ermitas, pertenecen ya a los fondos raros y caducos de los museos.
Desconozco la normativa -imagino que inexistente- que podría regular en buena medida el desorden ambiental y arquitectónico de la mayoría de nuestros pueblos y aldeas, pero algún freno habría que poner a tanto paisaje lleno de mordeduras, a tanto material pretenciosamente expuesto, a tanto cartel anunciador, a tanta falta de gusto. No sé si llegaríamos a tiempo de reparar los males causados, pero aún se podrían frenar los que pudieran causarse en un futuro inmediato.
Hoy, junto al abandono arquitectónico del mundo rural, surgen felices iniciativas, como la de la recuperación racional de algunos pueblos abandonados o la explotación comunitaria de ciertas zonas agrícolas. Éstos parecen ser algunos de los buenos caminos a seguir. Otro fenómeno curioso es el de esa especie de esplendor y furia constructora que sorprende por su riqueza de medios, pero a los que también habría que exigir un mínimo de armonía. Me refiero a todas esas edificaciones -fruto probablemente de muchos años de sacrificios- del emigrante o del habitante de la gran urbe. No es raro que nos veamos sorprendidos a la entrada de una de nuestras aldeas por la presencia de un palacete afrancesado, lleno de cúpulas y de pequeñas mansardas recubiertas de pizarra o con algún gigantesco chalé alpino en medio de la desolación de un erial.
Afortunadamente, este tipo de constructor, nada preocupado por armonizar su flamante casa con el paisaje que la rodea, suele respetar el espacio. Buscando quizá la distinción, elige las afueras del pueblo y es pródigo en rodear de terreno a su construcción, a la que naturalmente acompaña de los correspondientes jardines, cocheras y piscinas. Es gratificante ver que el espacio ya no es -en un país espacioso- una característica a evitar por propietarios, arquitectos y constructores; a pesar de que todavía hoy exista quien gusta de construir su chalé sobre el solar del derruido caserón de -sus ancestros y -de poder ser- lo más pegado posible a la carretera general que cruza el pueblo.
Sigue, en consecuencia, sin resolverse el problema de fondo del medio rural, del que todavía se huye o se habita de forma circunstancial. Falta esa mínima revitalización de los pequeños núcleos urbanos; una revitalizaciónque pasa por la humanización, a todos los niveles, del hábitat, por la presencia de unos servicios culturales y asistenciales mínimos y, por supuesto, por la recuperación del abandonado patrimonio agrario y arquitectónico.
Por encima de los muchos y complejos problemas que la salvación del espacio rural comporta, urge esa mínima recuperación de la armonía formal, de las cosas bien hechas, de una arquitectura sin estridencias ni pretensiones; o sin ruinas. Urge la contemplación del conjunto urbano y de su entorno sin bárbaras o provocadoras distorsiones. A la entrada de muchos pueblos brillan ya -como un lujo- los aparatosos restos de un pequeño cementerio de automóviles. Éste es un síntoma más de los nuevos tiempos; unos tiempos en los que, como ya afirmó Alan Watts, el símbolo por excelencia es el bulldozer.
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