Vuelve el CD
La industria discográfica insiste en imponer un formato que estrenó en 1948 pero con precios del siglo XXI
Descubro una anomalía en las estadísticas de la industria musical estadounidense: en 2021, aumentaron las ventas de los CD. No es precisamente un subidón —un 1,1% —, pero detiene un descenso de 20 años que parecía imparable. Lo intentan explicar alegando, por ejemplo, que el incremento corresponde a la publicación de títulos de amplio espectro, como el álbum 30, de Adele. Resulta que, entre los millones de compradores de la cuarta entrega de estudio de la vocalista inglesa, 900.000 optaron por el CD.
Aun teniendo en cuenta la diferencia de precios —la versión vinilo triplicaba el precio del CD—, llama la atención que casi un millón de compradores despreciaran el formato que está de moda y prefirieran un soporte —atención— que resulta más cómodo, más ligero y, teóricamente, más longevo. Aquí tienen un millón de consumidores que son regularmente ignorados por la moda del vinilo. Prepárense: pronto leeremos titulares como “La vuelta del CD” o “La resurrección de los discos plateados”.
No es solo cuestión de hipsters; también la industria empuja al consumidor de producto físico hacia el vinilo. Por si no se habían dado cuenta: muchos grandes almacenes ya no venden CD; los fabricantes de automóviles y ordenadores no incluyen reproductores de CD e incluso un aparato icónico como el Discman de Sony ahora parece haber sido descatalogado. Y no es una concatenación de casualidades.
Recuerden el lema de lanzamiento del CD: “Sonido perfecto para la eternidad”. Era, por decirlo educadamente, una mentira, igual que aquella milonga de que costaba mucho más fabricar un CD que un LP. No se trata de un caso de obsolescencia planificada: lo que se busca finalmente es desplazar todo el consumo de música hacia lo digital, mediante las descargas o el streaming, pagando una suscripción o incluso aceptando publicidad. Un chollo, nos aseguran. Desde luego, no para los músicos, compositores y productores que han visto como encoge hasta lo ridículo la compensación por su trabajo.
Un inciso: ¿no es extraño que las grandes discográficas no protesten por este recorte de los ingresos? Sencillo: las plataformas de streaming pagan cantidades multimillonarias a las discográficas por el derecho a usar sus catálogos, así, en general, sin que los artistas vean un céntimo del fichaje. Luego, estos cobrarán royalties según el número de reproducciones. Ni siquiera sabemos si se paga lo mismo a una superestrella de Sony, como Adele, que a una veterana tipo Mavis Staples, que ahora graba para un sello humilde (Anti). En realidad, sí: intuimos cuál de las dos cobra más por cada reproducción.
Lo que sí sabemos es que ha desaparecido un alto porcentaje de las tiendas de discos, antaño centros sociales para melómanos. Hablamos de esas raras criaturas que se estudian los créditos de un LP o un CD, que agradecen los lanzamientos que incluyen letras, que fantasean con las portadas y que necesitan una relación táctil con el soporte musical.
Vicios inocentes, ciertamente. Lo trágico es que las multinacionales ya no hacen esas cajas históricas de CD que ofrecían visiones panorámicas de un género o subgénero, del sonido de una ciudad o región, de un productor o un compositor, de una temática o una actitud. Son labores que ahora desarrollan compañías pequeñas como la británica Cherry Red, la australiana Raven Records, la francesa Frémeaux & Associés, la estadounidense Collectables Records, la española Ramalama Music o la alemana Bear Family Records. Aprovechen si los encuentran: su supervivencia no está garantizada.
Babelia
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