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‘The Washington Post’ se sume en el caos en su intento de reinventarse

Una investigación del propio diario sobre sus nuevos jefes fuerza la renuncia del que iba a ser su nuevo director. El editor británico nombrado por Jeff Bezos despierta recelos en la redacción

Sede de 'The Washington Post' en la calle K, en el centro de la capital estadounidense.
Sede de 'The Washington Post' en la calle K, en el centro de la capital estadounidense.Andrew Harnik (Getty Images)
Iker Seisdedos

Algo no marcha del todo bien en un periódico si la gran exclusiva del día no es, pongamos, sobre Donald Trump o sobre los planes del Pentágono, sino sobre... el propio periódico.

Sucedió el domingo pasado en The Washington Post. A las 20:09 de un día sin grandes noticias, los editores dieron al botón de publicar una historia inusual por dos motivos: dejaba en mal lugar a los nuevos jefes y ahondaba en el caos que vive desde hace semanas una de las instituciones periodísticas más respetadas de Estados Unidos.

El artículo, una investigación de tres mil palabras con cuatro firmas y arranque en portada en la edición en papel del día siguiente, desvelaba los vínculos del que estaba previsto que fuera su próximo director, Robert Winnett, con un turbio investigador privado de nombre John Ford, a quien ya desde el titular llamaban “ladrón confeso”. Hace dos décadas, Ford, según el texto, empleó métodos poco éticos para conseguirle exclusivas a Winnett, cuando éste trabajaba en Londres para The Sunday Times.

La publicación de esa investigación, y de otras que han ido apareciendo en el propio diario y en medios de la competencia como The New York Times, provocó este viernes la renuncia de Winnett antes siquiera de asumir un puesto para el que fue nombrado por otro británico, Will Lewis, consejero delegado y editor del Post desde enero. Winnett tenía que haber empezado en noviembre, tras las elecciones en Estados Unidos, pero en vista del recibimiento ha decidido que mejor quedarse en Londres. Allí seguirá siendo director adjunto de The Daily Telegraph, medio en el que coincidió hace años con Lewis.

Will Lewis, en septiembre de 2023 en las oficinas de The News Movement en Londres.
Will Lewis, en septiembre de 2023 en las oficinas de The News Movement en Londres.Carlotta Cardana (Bloomberg)

Ninguno de los dos quiso responder a las preguntas de los reporteros que firmaron el artículo del domingo en el Post, y Lewis se ha negado repetidamente esta semana a reaccionar a las revelaciones comprometedoras que han ido saliendo a la luz.

El editor, de 55 años, trabajó para Rupert Murdoch (2010-2020) y antes dirigió el Telegraph (2006-2010). En noviembre pasado, lo fichó Jeff Bezos, fundador de Amazon y propietario del Post desde 2013, para reflotar un prestigioso diario que tal vez no haya parado de acumular pulitzers, pero vive acosado por la caída de lectores, por los malos resultados económicos (77 millones de dólares de déficit, unos 72 millones de euros, solo en 2023) y por una evidente pérdida de influencia desde los tiempos en los que Martin Baron, un referente de los de antes, estaba al frente del Post y Donald Trump era presidente.

La llegada a Washington de Lewis, un veterano de los diarios conservadores londinenses y un profesional bregado en las luces y las sombras del periodismo inglés, ha puesto un poco halagador foco sobre su pasado y su implicación en la clase de escándalos (escuchas ilegales, sobornos, ocultación y compra de información) con los que al establishment de la prensa estadounidense le encanta rasgarse las vestiduras.

El escrutinio se intensificó después de que la directora del Post, Sally Buzbee, la primera mujer al frente de este buque insignia del periodismo de Washington, anunciara por sorpresa el 2 de junio (otro domingo) que dejaba su puesto por desavenencias con los planes de Lewis para el futuro del diario, que pasan por trocearlo en tres divisiones: noticias (al frente de la cual iba a estar Winnett), opinión y una tercera, híbrida, dedicada a asuntos tan dispares como las redes sociales, la búsqueda de nuevos ingresos o las nuevas narrativas periodísticas. Buzbee, trascendió después, no estaba contenta con lo que esa reorganización le iba a traer en términos de pérdida de poder. También se supo que Lewis había discutido sobre la conveniencia de publicar en el Post informaciones que hurgaban en escándalos relacionados con su pasado. David Folkenflik, reportero de la radio pública NPR, relató a los pocos días nuevas malas prácticas: a cambio de no seguir indagando en su carrera, Lewis, que negó los hechos, le prometió una entrevista en exclusiva.

Robert Redford, a la izquierda, y Dustin Hoffman, en 'Todos los hombres del presidente' (Alan J. Pakula, 1976).
Robert Redford, a la izquierda, y Dustin Hoffman, en 'Todos los hombres del presidente' (Alan J. Pakula, 1976).

La sucesión de revelaciones sensacionales y poco halagüeñas sobre la nueva jefatura ha ensombrecido los ánimos en la redacción del Post, cuya sede se reparte en varias plantas de un rascacielos (es un decir en Washington) de aire neogótico en la calle K. Allí se mudaron en 2016 tras pasar décadas en la de toda la vida, inmortalizada en la película Todos los hombres del presidente, en la que Dustin Hoffmann y Robert Redford interpretaron a Bob Woodward y Carl Bernstein en los gloriosos tiempos del escándalo del Watergate que forzó la dimisión de Richard Nixon. Este lunes, ironías de la vida, se cumplían justo 52 años de aquel día en que Woodward decidió, casi por aburrimiento, ir a cubrir el juicio por el allanamiento de morada de la oficina del Comité Nacional Demócrata en un curvilíneo edificio de apartamentos de la ciudad. Fue el big bang de una investigación que acabaría sirviendo de vara de medir no ya solo de la excelencia en el Post, sino el periodismo estadounidense moderno.

“Incertidumbre” y “orgullo” entre los empleados

En conversaciones durante esta semana con media docena de empleados del diario, que pidieron hablar desde el anonimato, estos describieron un clima de “incertidumbre” y de “desconfianza hacia los nuevos”. “Seguimos haciendo como siempre nuestro trabajo, pero no podemos evitar distraernos con las noticias, no es fácil concentrarse”, dijo uno de ellos. Todos coincidieron en contar que se habían enterado de los escándalos por los medios, incluido su propio periódico. “El trabajo de esos compañeros escribiendo contra los jefes es para sentirse orgulloso”, añadió otro.

El departamento de relaciones públicas emitió un comunicado al día siguiente del reportaje-bomba: “Cubrimos The Washington Post de forma independiente, rigurosa y justa”, decía. El texto también comunicaba que se había hecho volver a un veterano de los tiempos de Baron, Cameron Barr (jubilado en 2023, pero aún seguía asociado al periódico), para encargarse de esa cobertura y así evitarle el trago a Matt Murray, el director interino hasta noviembre, otro hombre de confianza de Lewis. En sus memorias recién publicadas, Baron define a Barr como un periodista “especialmente talentoso y profundamente experimentado”.

La idea de un diario sacándose los colores a sí mismo quizá resulte chocante en otras culturas periodísticas, pero goza de una “larga tradición” en Estados Unidos, según explica Margaret Sullivan, directora ejecutiva del Centro Newmark de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. “Los medios serios necesitan demostrarse su independencia escribiendo contra sus jefes y probando que pueden informar con la misma cierta objetividad sobre sus asuntos que sobre el resto”, aclaró el viernes en una entrevista telefónica la prestigiosa periodista, que fue directora del Buffalo News, defensora del lector de The New York Times y redactora de medios del Post hasta 2022.

El caso también ha servido para poner encima de la mesa las diferencias entre las tradiciones periodísticas estadounidense y británica. El mayor logro de la carrera de Lewis llegó cuando en 2009, al frente del Telegraph, destapó un gigantesco escándalo de abusos en los gastos oficiales de los parlamentarios británicos con la ayuda de Winnett, un reportero de raza que ya se había ganado el apodo de Rat Boy, y a cambio de dinero por una filtración. “Aquella fue una exclusiva impresionante, pero está probado que pagaron 110.000 libras por ella”, recuerda Sullivan. “Algo así va en contra de las reglas del periodismo serio en Estados Unidos”. En un documental corporativo que celebraba ese episodio de la historia del Telegraph, Lewis despacha las críticas por haber comprado la información como “una cortina de humo” para menospreciar “uno de los más importantes, si no el más importante trabajo periodístico para la sociedad británica desde el final de la Segunda Guerra Mundial”.

“Hay un punto de hipocresía en ese sentimiento de superioridad”, opina desde Londres James Ball, reportero de investigación inglés que participó en el principio de Wikileaks y ha trabajado en medios de ambos lados del Atlántico. “Les encanta decir que su periodismo es el mejor del mundo, cuando en realidad hay buen periodismo en todas partes y en ambos ecosistemas los medios incurren conscientemente en actividades que pueden ser ilegales cuando creen que pueden ser de interés público: la filtración sobre los gastos parlamentarios era un buen ejemplo de eso. No hay que olvidar que muchos de los entresijos del affaire Lewis los han destapado medios ingleses. Tampoco que las leyes británicas se endurecieron tras algunos de los episodios en los que participó Lewis, y en ciertos aspectos son mucho más estrictas que las estadounidenses”. Es así, por ejemplo, en lo tocante a la difamación, un asunto muy serio en el Reino Unido, o en las restricciones para publicar información sobre casos judiciales en curso.

La revista satírica londinense Private Eye añadió en su número de esta semana otro aspecto distintivo del periodismo americano: “su tendencia a presentar las historias en el formato más seco y poco atractivo que sea humanamente posible”.

Jeff Jarvis, teórico de la revolución digital y profesor emérito de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), cree que el problema va más allá de una mera diferencia cultural. “Es mal periodismo contra buen periodismo. Punto. Lo peor de los fichajes en el Post es que suponen la extensión en la prensa liberal y en la democracia de la maligna influencia de la escuela Murdoch. Eso, sumado al decepcionante papel de The New York Times últimamente, indica que estamos al borde de un desastre periodístico en este país en el peor momento, con Trump llamando de nuevo a las puertas de la Casa Blanca”.

Lewis y Winnett no han sido los únicos compatriotas en desembarcar en el corazón del establishment estadounidense: la CNN, el Times, el Wall Street Journal, Bloomberg o AP están dirigidos por profesionales llegados en los últimos tiempos del otro lado del océano. Los medios no lo han pasado por alto: ya han bautizado al grupo, en un guiño beatlemaniaco, como la “invasión británica”. Ninguno de esos contratos ha generado, con todo, un cataclismo comparable al del Post.

Ecos de Fleet Street

Tal vez porque ninguna trayectoria resume tan bien como la de Lewis las miserias y las grandezas de Fleet Street, la calle de Londres en las que se concentraban en los tiempos gloriosos los medios de información más importantes y que hoy aún sirve para definir esa relación particular de la prensa con la sociedad británica a la que sirve. Lewis no es un producto de las élites, de cuna o de universidad, que pueblan las redacciones de los principales diarios de la ciudad del Támesis; más bien lo contrario. Empezó desde abajo, pero subió rápido. En los 90, trabajó en el Mail on Sunday y en el Financial Times, donde se ganó fama de reportero de investigación obstinado. En la década siguiente, convenció a los hermanos Barclay, dos gemelos multimillonarios que han manejado los hilos del poder durante décadas en el Reino Unido, para que, a sus 37 años, lo nombraran el director más joven de la historia del Daily Telegraph.

Rebekah Brooks y Rupert Murdoch, en un acto público en Gloucestershire, en marzo de 2010, después de que estallase el escándalo de las escuchas ilegales. Brooks era la mano derecha en el Reino Unido del magnate de los medios.
Rebekah Brooks y Rupert Murdoch, en un acto público en Gloucestershire, en marzo de 2010, después de que estallase el escándalo de las escuchas ilegales. Brooks era la mano derecha en el Reino Unido del magnate de los medios.EDDIE KEOGH (REUTERS)

Con los Barclay, Lewis comenzó una exitosa carrera en el arte de seducir a algunos de los hombres más ricos del mundo. El siguiente fue Murdoch, que lo rescató del paro en 2010. Su primera encomienda fue la desagradable misión de limpiar el escándalo que acababa de estallar con la revelación de que los periodistas de uno de los tabloides de Murdoch, el extinto News of the World, habían pinchado entre 2000 y 2006 los teléfonos de 600 famosos, políticos o miembros de la familia Real, así como sobornado a la policía para obtener información. Lewis no tuvo que ver con aquellas prácticas, pero sí se empleó a fondo en la mitigación de los daños, y eso incluyó compartir con la policía los nombres de decenas de reporteros implicados en las escuchas. “Muchos en Londres tomaron entonces nota”, explica Ball. “Se había pasado al otro lado. Dio la impresión de que le preocupó más la empresa que defender a los periodistas; pero bueno, eso es lo que hacen los ejecutivos, ¿no?”.

Aquellas tareas de fontanero tuvieron consecuencias más allá de su reputación: en enero próximo está prevista la celebración, siete años después, de un juicio por la demanda del Príncipe Harry, junto a otros 40 afectados, contra los tabloides británicos de Murdoch por las escuchas, sí, pero también por una supuesta conspiración para ocultar y destruir pruebas. A Lewis, según consta en los documentos judiciales, lo acusan de haber participado presuntamente en la desaparición de 30 millones de correos electrónicos y de ocho cajas de documentos para evitar la incriminación de sus superiores. Después de aquello, Lewis, que ha negado repetidamente su implicación en los hechos, siguió trabajando en las empresas de Murdoch hasta 2020 (durante seis años, como consejero delegado de Dow Jones, editora del Wall Street Journal). Tras dejar el imperio del magnate australiano, fundó The News Movement, una start-up dedicada a informar a la generación Z a través de las redes sociales.

El siguiente multimillonario en su historial fue Bezos. A la luz de la controversia de las últimas semanas, muchos en Washington se preguntan ahora si el empresario encargó siquiera una mínima revisión del equipaje que cargaba su nuevo fichaje. Quienes conocen a Lewis se explican la contratación en parte por sus dotes de seducción y por un talento para las relaciones públicas que ya se ha dejado notar en la capital y en la redacción. “Es encantador, muy inteligente y brillante. Puedo imaginarlo perfectamente embaucando a Bezos”, explica Jarvis, que añade otra pregunta a la anterior: “¿A quién se le ocurre a estas alturas de 2024 sustituir a una mujer [Buzbee] por cuatro hombres blancos [Lewis y los directores de las tres divisiones]?”.

Martin Baron (izquierda) y Jeff Bezos, en un evento organizado por 'The Washington Post' en 2016.
Martin Baron (izquierda) y Jeff Bezos, en un evento organizado por 'The Washington Post' en 2016.Alex Wong (Getty Images)

Aunque la incógnita más urgente por resolver es si Bezos mantendrá su apoyo a su consejero delegado. En un mensaje mandado a un grupo de directivos del diario esta semana, el empresario dio a entender que lo hará. Sullivan, por su parte, lo da casi por seguro: “Creo que Winnett, que aún no se había mudado, es un cordero que era fácil de sacrificar para que las cosas se calmen. De momento, me parece que lo han logrado. Ahora toca ver a quién ponen en su lugar; el trabajo más importante de un editor es elegir director. Y a la primera, este editor ha fallado”.

Deshacerse de Lewis, coinciden todos, dejaría en peor lugar al fundador de Amazon, que compró el diario por 250 millones de dólares y lo lanzó a una expansión en términos de personal y de su implantación internacional bajo el mandato de Baron. Este emplea buena parte de sus esfuerzos en probar en las más de 500 páginas de sus memorias que Bezos no influía en sus decisiones. Eso, según informó la semana pasada el Times, parece haber cambiado también. El magnate se ha implicado más en la marcha del diario. Va a reuniones, y en ellas dice cosas como que ve posible alcanzar los 100 millones de suscriptores (ahora tienen 2,5 millones) y sugiere que para lograrlo tal vez sería bueno reescribir artículos de otros medios (aparentemente, fue fácil quitarle esa idea de la cabeza).

Lidiar con un dueño impaciente y reflotar un buque insignia de la prensa libre mientras pacifica la redacción es la difícil misión de Lewis. No está claro cuánto dinero le pagarán por ello, pero aparentemente el sueldo le ha alcanzado para comprar una casa de 7 millones de dólares con siete dormitorios y ocho cuartos de baño en Georgetown, uno de los barrios más exclusivos de la capital. Un comentario recurrente en la redacción, que busca estos días el alivio del humor, ha sido si no se habrá precipitado al comprarla, visto lo visto. El viernes, tras conocerse la noticia de la renuncia del recién nombrado director, el chascarrillo era otro. Ese día, los mensajes de alivio que decían cosas del estilo “¡Winnett caído!” Ya solo queda uno” corrían entre los empleados, según contó uno de ellos.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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