Parásitos de la Gran Vía
A veces me pregunto cuánta gente habrá muerto en mi casa, cuando no era la mía
Es aterrador ver las antiguas fotos de Gran Vía, ahora que andan circulando con motivo de la remodelación, y comprobar que es prácticamente igual, al menos de entresuelo para arriba, desde su construcción hace más de cien años. La misma Gran Vía en la República, que en los bombardeos de la Guerra Civil, que en las huelgas generales de los ochenta, que en la peli aquella de Amenábar.
Aterrador porque esa inmutabilidad de las fachadas nos habla de nuestra propia finitud, de lo efímero de nuestra existencia y nuestro paso por las aceras. Somos parásitos de la urbe que acaban muriendo mientras la ciudad, como una bestia irrefrenable, sigue hacia delante en el tiempo. La carne vuela y el hormigón ahí se queda.
Los edificios son restos paleontológicos, mamuts urbanos que habitamos sin pensar en todas las generaciones que han pasado antes por nuestro propio dormitorio. A veces me pregunto cuánta gente habrá muerto en mi casa, cuando no era la mía (en realidad estoy de alquiler, como en mi cuerpo). Usamos las casas de otros como quien lleva el traje de un cadáver; igual por eso en España nos gusta tanto el ladrillo nuevo (y luego pasa lo que pasa).
Está bien que los edificios de Gran Vía no hayan cambiado (excepto por uno que han plantado a la altura de Callao, esquina Tudescos, que no hay quien lo entienda) porque son hermosos. Ahora ya no sabemos hacer edificios ni ciudades, en vista de lo que se construye en PAU’s y periferia: esa horrenda herencia que dejamos a las generaciones venideras. Porque la arquitectura es la obra humana que puede ser más duradera (miren las pirámides), pero también la que, siendo ominosa, más puede amargar a quien la sufre. Estamos rodeados de edificios feísimos.
A pie de suelo, de entresuelo para abajo, por supuesto que la Gran Vía ha cambiado. Hoy ya no es tiempo de cines y cafetones, sino de franquicias clónicas de ropa de dudosa procedencia y comida de dudosa calidad, cosas de gran éxito entre la ciudadanía, que no es de morro fino. Está muy bien que hayan ensanchado las aceras de la calle principal y reducido el tráfico. En mi Oviedo natal lo hizo hace años un particular y longevo alcalde del Partido Popular (ojo) que peatonalizó buena parte del centro. El coche es como un resto arcaico del siglo XX, un mamut guarro que viene a enfermarnos del pulmón. Esto es el futuro.
Aunque yo imagino más bien el futuro como en El planeta de los simios: Charlton Heston, joven y apuesto, camina por la playa hasta que ve emerger, con horror, entre la arena y las rocas, el anuncio de Schweppes del edificio Capitol.
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