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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuanto peor, no es mejor

La única salida es hablar, aunque vaya para largo. Podríamos empezar por intentar olvidarnos de que todos fuimos insultados

Rosa Cullell
Pintadas cerca de la casa de Llarena en Das.
Pintadas cerca de la casa de Llarena en Das.reuters

El proceso, el del camino hacia la independencia de Cataluña, se ha alargado de tal manera que casi nadie recuerda cuándo ni cómo empezó. Para algunos fue en 2010, con la sentencia del Tribunal Constitucional que declaró inconstitucional el nuevo Estatut, el que habíamos aprobado los catalanes en referéndum. Otros ponen su inicio en 2012, año en que Artur Mas convocó elecciones plebiscitarias. Mi fecha, el día en que vi que algo se había roto en la tranquila convivencia de “peix al cove” entre el nacionalismo catalán y el español, fue anterior, en 2008. Estaba en Catalunya Ràdio hablando sobre la crisis económica que se nos venía encima, cuando un filósofo y tertuliano dijo: “Es ahora o nunca. Cuanto peor vaya la economía, mejor irá la independencia”. Así fue. El crecimiento del paro, la precariedad y la austeridad aumentó el sentimiento soberanista. Pero la base social del votante catalán, mira por donde, se quedó igual: empate a dos millones. Dos para el constitucionalismo y otros dos para el soberanismo. Ha sido más “nunca” que “ahora”. Y para nada nos está yendo mejor.

Desde una u otra fecha, durante los últimos ocho o diez años, nos hemos dicho de todo los unos a los otros. Hay verdaderos expertos, todos catalanes (todos pensando de forma diferente), en lo de salir a la calle o a las redes con el insulto preparado. Y en esta guerra política pocos han ganado siquiera una batalla. Tras exageraciones y “faroles” siempre acabamos volviendo a poner las piezas en la línea de salida. ¿O no es volver al mismo sitio, constituir el Gobierno de la Autonomía, nombrar presidente, retirar el 155 y formar grupos en el Parlament?

Ninguno de los frentes —el constitucionalista o el independentista— ha tenido en sus manos un verdadero jaque mate. De guerra relámpago o declaración de independencia express, no vale la pena ni hablar. El famoso Blitzkrieg de la Segunda Guerra Mundial —la táctica para vencer y acabar de forma rápida— no les funcionó ni a los alemanes. La unilateralidad para ahora mismo, por mucho que la sigan defendiendo los más aguerridos ultranacionalistas-liberales, no va a ser la respuesta.

Aquí seguimos, cada uno en su lado del tablero, con cara de estar muy enfadados; banalizándolo todo, hasta el insulto. Hoy cualquier patriota (de la nación que sea) acusa a su traidor particular de fascista, nazi, xenófobo o falangista. Y el agredido ni se inmuta. No es de extrañar. En las últimas elecciones generales españolas, el número total de votos válidos fue de 23,8 millones; de ellos, a partidos (o grupitos) de ideología de ultraderecha fueron a parar 58.000 votos, un 0,2% del total. No representan a nadie. Y no hay forma de tomarse esos insultos en serio, por más que, personalmente, estaría a favor de prohibir por ley y de una vez por todas el famoso brazo en alto o las fundaciones en homenaje a dictadores ya enterrados. Aunque solo fuera por dejar de ver las fotos de esos lamentables gestos salir una y otra vez en los informativos del 20—N. Quizás ayudaría, junto con algunas clases de historia, a poner fin a tanta injuria frívola y desactualizada.

Nada más ser nombrado ministro, el socialista Josep Borrell fue calificado de jacobino. Pues bueno, pensé, tampoco es para tanto. Jacobino, republicano y defensor del sufragio universal son características que siempre fueron juntas.

Los revolucionarios franceses del Club de los Jacobinos eran, desde luego, partidarios de un estado central fuerte que pudiera proteger su revolución del absolutismo monárquico y de los países vecinos. Lo girondinos, sus moderados contrarios —burgueses y federalistas—, acabaron guillotinados. Pero eso sucedió en el siglo XVIII. Y el fascismo acabó en Europa con la Segunda Guerra Mundial, aunque en la península ibérica lo finiquitamos a mediados de los setenta. A los falangistas, a los llamados “auténticos”, Franco les dio muy mala vida —les consideraba unos chulos sentimentales y poco comprometidos con el régimen— y pocos de ellos salieron bien parados de la dictadura. Algunos —lean Casi unas Memorias, de Dionisio Ridruejo— fueron encarcelados y acabaron en el exilio apoyando a partidos de izquierda o liberales.

Pero todo eso es historia. Hoy, en el viejo continente, la verdadera amenaza es el crecimiento del nuevo ultranacionalismo conservador y antieuropeo. Y en Cataluña, la única salida es hablar, aunque vaya para largo. Podríamos empezar —al menos los que no estamos en guerra con nadie— por intentar olvidarnos de que todos fuimos insultados. Se mire por donde se mire, hay que seguir conviviendo. Porque, cuanto peor, no estamos mejor.

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