¿Pero por qué no les gusta Barcelona?
Esta ciudad siempre ha sido solidaria, abierta al extranjero, europeísta, productiva y sí, ¡qué horror!, competitiva
El Gobierno municipal va a “aprovechar” la feria de los móviles para relanzar la marca Barcelona. Su objetivo es “disipar las dudas que hayan podido surgir en los últimos meses”. Si Barcelona necesita una campaña publicitaria, mal estamos. Mi ciudad, para empezar, no es una marca, es mucho más. Sus ciudadanos llevan siglos convirtiéndola en lo que es hoy, una metrópoli, la novena más grande de Europa y también una de las más bellas. Los barceloneses levantaron empresas, modernos puertos y aeropuertos, teatros vanguardistas y asombrosos edificios; pensaban en ser únicos en Cataluña, en España y en el mundo. Por eso, cuesta entender las políticas que han convertido a la secular Barcelona cosmopolita en una ciudad enfadada con el turismo, alérgica a los medicamentos, suspicaz con el desarrollo y enferma de un “buenismo” que favorece la nueva picaresca urbana y acaba por crear graves problemas como el de los narcopisos.
El consistorio lleva tiempo apostando por lo que nunca ha sido Barcelona. A veces, parece que a Ada Colau y a sus regidores no les gusta su ciudad. Hay pruebas de ello: el aniversario de los Juegos Olímpicos —el mayor éxito de la ciudad en el siglo XX— ni se quiso celebrar (gracias al PSC hubo un sucedáneo), despreció la agencia europea del medicamento y el Mobile se reprobó desde el primer día (“nuestro modelo de ciudad es otro”, dijeron). Será difícil encontrar otro ayuntamiento tan crítico con su municipio.
Mis amigos extranjeros llevan meses preguntándome: “¿Qué pasa en tu ciudad?”. Y John Hoffman, más que de consejero delegado del Mobile World Congress, empieza a ejercer de experto en autoayuda: “Barcelona debe convencerse de su potencial”. Conclusión: no nos sacamos partido.
A nuestros gobernantes municipales les cuesta resaltar el potencial de la ciudad, como avergonzados de ser lo que somos, no vaya alguien a pensar que estamos a favor de los empresarios, de los turistas, de los comerciantes, de los propietarios de pisos (suerte que la Pedrera y la Casa Batlló ya están terminadas). Mientras, otras ciudades proclaman su alegría y dan la bienvenida a todo el que llega. “Thank you for your business”, te sueltan en cuanto entras en taxis o comercios de Nueva York. Y Londres responde al Brexit proclamando que es una ciudad abierta “a la empresa, al mundo emprendedor, al visitante internacional, a la creatividad cultural”. El Gran Londres, asegura el alcalde laborista y musulmán Sadig Khan, es “una ciudad optimista”. Saltar de la web municipal británica a la barcelonesa da vértigo. La economía social y solidaria constituye “el modelo económico de la ciudad condal”. Apuestan, explican, por “la cooperación en lugar de la competición”.
Entiendo el hartazgo ante la subida de alquileres y odio que me hayan robado nuestra Rambla de las flores, llenándola de despedidas de solteros y olor a gofre; pero tampoco la inundemos de manteros ni acampemos en Plaza de Catalunya. Busquemos soluciones a los problemas, sin dedicar tanto tiempo a criticar la ciudad, menos aún a quererla convertir en la aldea de Heidi. Barcelona no es una comunidad de vecinos, es una megaciudad. Soy barcelonesa, orgullosa de serlo, y noto a mi ayuntamiento demasiado preocupado por problemas que no son municipales. Esta ciudad siempre ha sido solidaria, abierta al extranjero, europeísta, productiva y sí, ¡qué horror!, competitiva.
El último trimestre de 2017 fue “fatídico” para la hostelería, afirma el presidente del sector, Jordi Clos, un entusiasta al que nunca había oído hablar con desesperanza. Algunas verdaderas razones para el desánimo tenemos; hemos vivido un atentado terrorista, pero eso no minó el espíritu barcelonés. Los ciudadanos salieron a la calle a ayudar a los afectados, a declarar que no tenían miedo. La falta de claridad, la incapacidad de pactos entre partidos, las rupturas calculistas y la ambigüedad de los últimos años —dedicados a seguir los vaivenes del procés— han sumido a la ciudad en el desconcierto. ¿Cómo hemos podido, 25 años después de organizar los mejores Juegos Olímpicos de la histora, llegar a este punto? Pretendiendo, absurdamente, transformar Barcelona en una ciudad que nunca fue.
Barcelona corre el riesgo de perder sus atractivos, de perder impulso frente a ciudades orgullosas de sí mismas, como Berlín, Londres o Lisboa; a sus regidores les gusta su ciudad, a los de Barcelona, a veces, parece que no. Ahora, a poco más de un año de las elecciones, un gobierno municipal en triste minoría busca proyección de la marca y amigos, aunque no sean para siempre.
Rosa Cullell es periodista.
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