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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Recordando el Concilio Vaticano II

Cincuenta años después, la doctrina que fue consensuada ha sido preterida o sustituida por otra de signo contrario

El próximo 11 de octubre se cumplirán cincuenta años de la inauguración del Concilio Ecuménico Vaticano II, y me sorprende gratamente el gran número de artículos, conferencias y hasta cursos universitarios, con sus correspondientes mesas redondas y coloquios, que se dedican a recordar aquel acontecimiento. En todas estas ocasiones se comprueba que el tema del Concilio interesa tanto a los mayores como a los jóvenes.

A los mayores nos hace revivir el entusiasmo con que, no solo los católicos sino el mundo entero, recibimos el anuncio del evento y seguimos con gran esperanza su desarrollo. A las nuevas generaciones les cae bien la persona del buen Papa Juan y vibran con su profunda vivencia evangélica, su proyecto renovador y su optimismo ante la historia. Pero viejos y jóvenes nos preguntamos qué se hizo del Concilio. Recientemente, de camino a la Universitat Catalana d'Estiu de Prada de Conflent, para hablar precisamente del Vaticano II, tuve que atravesar la vasta zona del Alt Empordà asolada por los incendios, y me preguntaba si de aquel gran fuego del Espíritu Santo, el nuevo Pentecostés que profetizó Juan XXIII, también quedan ya solo cenizas.

Han transcurrido ya más de diez años desde que apareció la monumental Historia del Concilio Vaticano II dirigida por Giuseppe Alberigo y realizada por un equipo internacional en el que tuve el honor de participar, pero sigue siendo insustituible para un cabal conocimiento de aquel trascendental acontecimiento. Y subrayo lo de acontecimiento porque la primera característica de esta historia es que considera el estudio del acontecimiento conciliar tanto o más importante que la exégesis de los documentos finalmente aprobados.

Por el deseo de Pablo VI de alcanzar la mayor unanimidad posible y evitar una fractura en la Iglesia, los documentos conciliares fueron a menudo el resultado de un compromiso entre las dos tendencias presentes en la asamblea, la mayoría renovadora y la minoría conservadora. Escribía Alberigo en la introducción al primer volumen de su Historia: “Quedarse en una visión del Concilio como la suma de centenares de páginas de conclusiones — frecuentemente prolijas, a veces caducas— ha frenado hasta ahora la percepción de su significado más profundo de impulsó a la comunidad de los creyentes a aceptar la confrontación inquietante con la Palabra de Dios y con el misterio de la historia de los hombres”.

Los documentos promulgados por el Vaticano II pueden ser y de hecho en parte han sido preteridos, derogados o reemplazados por otras disposiciones de signo contrario. Piénsese, a modo de ejemplo, en la castración que ha sufrido el Sínodo de Obispos. Pablo VI lo creó para institucionalizar la corresponsabilidad episcopal que el Concilio había proclamado, pero con Juan Pablo VI les dicen a los obispos sinodales de qué tienen que tratar, les dan un documento de trabajo (instrumentum laboris) que ya prejuzga las respuestas, y encima las conclusiones del Sínodo se someten a revisión de la Curia. Y el nuevo Código de Derecho Canónico, que debería haber traducido a leyes la doctrina del Vaticano II, en muchos puntos la ha reinterpretado restrictivamente.

En cambio la historia es de suyo irreformable: nadie puede hacer que el Vaticano II no haya acontecido, o que Roncalli no haya existido. A eso hemos de agarrarnos para no perder la esperanza de que se reavive el fuego en las cenizas del Vaticano II.

Hilari Raguer es historiador y monje de Montserrat

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