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Sergio Ramírez
Columna
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Sergio Ramírez: el escritor que también es colombiano

Después de varios meses de la experiencia extraña de llamarlo compatriota, puedo alegrarme también de compartir con él los espacios de la Academia de la Lengua

Sergío Ramíre en su casa de Madrid, en 2023.
Sergío Ramíre en su casa de Madrid, en 2023.Claudio Álvarez
Juan Gabriel Vásquez

A comienzos de esta semana, la Academia Colombiana de la Lengua le dio la bienvenida al más reciente de sus miembros, pero esta vez no era un nombramiento como los otros. El nuevo miembro correspondiente es un escritor nacido en Nicaragua y residente en España; tiene el honor de llevar años sufriendo la persecución infame del régimen de Daniel Ortega, que no hace mucho le retiró la nacionalidad nicaragüense. Para ese momento, Sergio Ramírez ya estaba exiliado en Madrid: había escapado de su país después de enterarse de que el régimen tenía planes de arrestarlo como ha arrestado a tantos opositores o críticos, condenándolos con cargos inventados y jueces corruptos en juicios de cartón piedra. Así que Sergio Ramírez se vio obligado, a sus ochenta y tantos años, a abandonar todas sus pertenencias –su casa, sus perros, sus libros coleccionados a lo largo de toda una vida de lector y novelista– y comenzar con su esposa una vida nueva en otra parte.

Cuando la dictadura de su país le quitó a Sergio Ramírez la nacionalidad nicaragüense, mi país tuvo el acierto profundo de ofrecerle la colombiana. (Muchos países hicieron lo mismo, porque Sergio Ramírez es un hombre querido adonde va). Y ahora, después de varios meses de la experiencia extraña de llamarlo compatriota, puedo alegrarme también de compartir con él los espacios de la Academia de la Lengua. Cuando se posesionó como miembro correspondiente —con un bello discurso sobre esa novela que nos ha puesto a hablar a todos durante este año de aniversarios: La vorágine–, tuve el placer de decir unas palabras para darle la bienvenida. Lo hice en nombre de la Academia, igual que lo hicieron antes y después otras personas más autorizadas, pero también en mi propio nombre: no sólo por el afecto que le tengo a Sergio, sino por lo mucho que admiro su obra de novelista y su lugar de intelectual público en el espacio de América Latina.

La obra de Sergio Ramírez, dije entonces y repito ahora, me parece extraordinaria por muchas razones, pero una de ellas, muy valiosa, es su búsqueda constante: la insaciable sed de descubrimientos que tienen sus novelas, y que siempre las hace distintas entre sí. Así es: Margarita, está linda la mar no se parece en nada a La fugitiva, y Sombras nada más no se parece en nada a Castigo divino. Yo he tenido el gusto de conversar en público con Sergio Ramírez para lanzar al mundo dos de sus libros: Sara, una especie de revisión de un episodio bíblico que hubiera podido escribir José Saramago, y Ya nadie llora por mí, una de las investigaciones en la serie de ese detective maravilloso y siempre frustrado que tiene uno de los mejores nombres de la ficción latinoamericana: Dolores Morales. El contraste brutal entre las dos novelas es una metáfora perfecta del mundo de Sergio Ramírez, pues no sólo se trata de que no haya entre ellas ni cronologías ni escenarios comunes, sino que no hay ni siquiera estrategias literarias que se parezcan.

Las ficciones de Sergio Ramírez pueden ser policiales o posmodernas, de estirpe cómica y picaresca o inscritas en la más ardua tradición del realismo, pero siempre iluminan los espacios de nuestra historia compartida y nuestro pasado común. Su obra nos ha puesto durante décadas frente al espejo incómodo de lo que somos, y siempre lo ha hecho con mirada lúcida, con osadía literaria y con algo que sólo puedo llamar valor civil: no importa si se trata de la vida de Rubén Darío o de los relatos del cristianismo o de la violencia del régimen de Ortega enmarcada en una trama policial. Esto es lo que ocurre en Tongolele no sabía bailar, una novela que se publicó en el mundo hispánico hace tres años, y que resultó tan incómoda que el régimen de Ortega trató de impedir con argucias ridículas su entrada en Nicaragua. La novela nos recordó a muchos cómo se puede todavía hacer literatura política sin concesiones a la propaganda o al panfleto o a la pedagogía barata.

Y nos recordó, también, la validez de lo que dijo una vez Aleksander Solzhenitsyn: que para un país tener a un gran escritor es como tener un segundo gobierno. Es por eso por lo que a algunos países no les gustan los grandes escritores: sólo los escritores menores. Hoy, el régimen de Ortega ha comprendido perfectamente el riesgo que corre con la figura de Sergio Ramírez: véase el retiro de su nacionalidad, la amenaza de arresto, los cargos inventados y la puesta en marcha contra una sola persona de todo el aparato represor de su estalinismo tropical. Nada de eso ha silenciado, por supuesto, las incómodas novelas de Sergio Ramírez. Nada de eso ha silenciado, tampoco, su voz crítica. Cuando ganó el Premio Cervantes, dedicó varios minutos de su discurso a recordar a los jóvenes asesinados por las fuerzas represoras de Ortega durante las protestas de 2018. Tres años más tarde se dictó contra él la orden de detención que lo obligó al exilio; dos años después del exilio, y violando todos los principios de la Constitución, las leyes internacionales y la mera humanidad, Ortega mandó quitarle la ciudadanía.

Pero la verdadera patria de un escritor es su lengua, y la lengua de Sergio Ramírez, este español que compartimos los latinoamericanos pero que también nos distingue, es el terreno donde nos encontramos hoy. El español, nuestra patria común, fue una lengua antes y otra después de los versos de Darío; pero siempre que se quiera convertir a Darío en un purista de la lengua hay que recordar que su descubrimiento más fértil fue justamente la contaminación: traer al español los ritmos y las figuras de la poesía francesa, igual que siglos antes Garcilaso de la Vega importó del italiano las formas del soneto de Petrarca, e igual que Borges, años más tarde, adaptaría para el uso de su propio oído los ritmos y las estructuras y hasta la sintaxis de la lengua inglesa. Así, mediante esas porosidades, se ha ido enriqueciendo nuestra lengua literaria, la de Sergio Ramírez y la nuestra también: la de los colombianos que hoy le damos la bienvenida a esta academia.

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Pero me desvío. Lo que quiero recordar es ese espacio de nuestra cultura compartida y nuestra lengua común que Carlos Fuentes llamó, memorablemente, “El territorio de La Mancha”. Es un territorio que se descubre y se construye todos los días, que vamos cartografiando con nuestras novelas y nuestros cuentos y nuestros poemas, de La vorágine, la novela sobre la que habló Sergio Ramírez, a El caballo dorado, la novela que Sergio Ramírez publicó hace unos meses. Su obra literaria enriquece nuestra tradición, que ya es enormemente rica; y su llegada a nuestra Academia la honra y la favorece, y esperamos que lo siga haciendo muchos años más.

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