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Fue en el jardín botánico. La música sonaba al mismo tiempo sin perturbar el oído. Los aromas eran distintos: flores, carne, perfumes, sudor. El olor cambiaba en cada respiración, igual que las voces en diferentes idiomas, como si el mundo murmurara y yo pudiera entenderlo.
Por Dany Alejandro Hoyos Sucerquia - @AlegandroHoyos
Fue en el jardín botánico. La música sonaba al mismo tiempo sin perturbar el oído. Los aromas eran distintos: flores, carne, perfumes, sudor. El olor cambiaba en cada respiración, igual que las voces en diferentes idiomas, como si el mundo murmurara y yo pudiera entenderlo. Era la sensación de tener el universo dentro de mí.
A la primera que vi fue a Oriana Fallaci acompañada de un hombre. A su lado, estaba José Saramago rodeado de ciegos. Fue ahí cuando Pamuk me saludó: “Hola, me llamo rojo”, y se fue dejando una sensación extraña interrumpida por Julio Cortázar, que pasó dándole instrucciones a Pizarnik de cómo llorar. Abrumado, pregunté “¿estoy en una fiesta con escritores?” “¡Y escritoras!”, me reconvinieron Simone de Beauvoir y Alfonsina Storni acompañadas de Clarice Lispector que fumaba cigarrillo como si fuera una felicidad clandestina.
Todas se metieron con Virginia Woolf en un cuarto propio. La fiesta era surrealista. Cervantes discutía con Lope de Vega. Goethe conversaba con Mefistófeles. Dostoievski convulsionaba y Whitman lo tapaba con hojas de hierba. Rulfo ardía en llamas al ver a Montaigne que ensayaba tocar el arco y la lira de Octavio Paz. Murakami gritó: “¡Quiero el nobel!” “Dejá de pensar en eso” le aconsejó Zweig. “Nosotros no lo tuvimos y estamos melos”, concluyó, señalando a César Vallejo, a Kundera, a Joyce que estaba escribiendo en un ladrillo, a Kafka que estaba matando una cucaracha y a Borges que hablaba frente a un espejo. De pronto, García Márquez cayó al suelo.
Zola acusó a Vargas Llosa de haberle pegado. “Esta cuca es mía”, reclamó el peruano. “Esa frase es mía”, replicó Gabo. Marroquín recitaba poesía: “Ahora que los ladros perran... ¡Esta dislexia, me va a tamar!”. Jattin cambiaba poemas por comida. Mario Mendoza firmaba autógrafos mientras hablaba con Santiago Gamboa. Jorge Franco rajaba de Petro, Faciolince defendía a Fajardo y Pablo Montoya les tiraba besos a los europeos. Tomas González meditaba en posición de loto.
Fernando González no fue, estaba en otra parte. Gilmer Mesa y Estefanía Carvajal estaban escuchando a Rubén Blades cuando David Betancur sacó de la cachucha una garrafa de aguardiente, y entonces, Luis Miguel Rivas celebró: “Vamos a beber de gorra”. “¡Qué chiste tan malo! Hagan chistes medievales”, ordenó Carolina Sanín. Al tiempo Fernando Vallejo, con un cuchillo, tiraba zarpazos al aire acompañado de una jauría desesperada por cogerse a la perra de Pilar Quintana, que estaba con Laura Restrepo, en un delirio, escuchando a Lorena Salazar susurrarle arrullos a un niño del Chocó.
Al final, Proust tomó el camino de Swann, Melville se fue a ver ballenas, Sábato se metió al túnel, McCarthy agarró la carretera, Bulgákov salió con Margarita y a Sara Jaramillo se la llevó la policía porque mató a su padre. Poe, Hemingway y Bukowski me invitaron al remate en la casa de las dos palmas de Vallejo.
Y aunque Dickens no me daba grandes esperanzas, le rogué a Bartleby que me acompañara, pero respondió: “preferiría no hacerlo”. Ende.