John Saldarriaga | Publicado
Cuando se habla de los clásicos, la idea no es tan clara como parece. O tal vez es más amplia de lo que parece. Empezando porque en las emisoras musicales, consideran clásicas todas la canciones viejas de su catálogo, como si la edad de las producciones musicales fuera el único criterio para calificar una obra de clásica. Considero que no toda obra vieja es clásica. Para que lo sea, debe ser excelsa. Ejemplar. Reunir calidades técnicas y expresivas dentro de su género. Modelo a seguir. Constituirse en esencial dentro del acervo artístico. Así, cualquier cumbia no es clásica por ser vieja, sino porque conocedores y público en general encuentran en ella el culmen de los atributos del arte. La antigüedad es solo uno de los requisitos para calificarla de clásica.
Uno podría tener otras consideraciones al hablar de obras literarias. Una obra clásica es aquella que, escrita en un pasado remoto o reciente, se mantiene vigente. Sus reflexiones, siempre iluminadas, son como pensadas para nuestro tiempo. Y consigue que cada lector crea que la escribieron (solo) para él. Así, para que una obra sea clásica se requieren edad y atributos.
Nadie pondría en duda que la Divina Comedia de Dante Alighieri, el Decameron de Boccaccio, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de Cervantes, Los miserables de Victor Hugo, Crimen y castigo de Dostoievski... sean clásicos de la literatura. Pero no todos se atreverían a afirmar que todos los títulos salidos de la pluma y el caletre de cada uno de esos mismos autores sean clásicos. Tampoco, que todos los libros antiguos lo sean.
Voy dejando una idea clara: prefiero hablar de obras clásicas, que de autores clásicos.
Como parado ante el auditorio del mundo, con voz potente y como si le asistiera una razón indiscutible, a pesar de sostener una tesis subjetiva sobre el determinismo histórico, Tolstoi dice en el capítulo IV de la Segunda parte, La invasión (napoleónica), en Guerra y Paz: “¿En dónde hallar las causas de un hecho tan extraño como monstruoso? Los historiadores modernos pretenden haberlas encontrado; pero nosotros no podemos comprender jamás cómo la ambición de un solo hombre, llamado Napoleón, arrastró a la muerte a millones de cristianos.
El fatalismo es inevitable en la historia, si se pretende comprender las manifestaciones ilógicas o, al menos, aquellas cuyo sentido no vislumbramos y cuyo silogismo aumenta a nuestros ojos cuanto más nos esforcemos para advertirlo.
Todo hombre es soberano de sí mismo y posee el libre albedrío necesario para alcanzar el fin propuesto. Tiene y siente la facultad de hacer o no tal o cual cosa; pero, después que ha sido hecha, ya no le pertenece y pasa a ser propiedad de la historia, en donde encuentra el sitio que ha sido previamente destinado. El hombre tiene dos vidas a un tiempo mismo: la una es la íntima, individual e independiente: la otra es general, colectiva, de relación con la sociedad cuyas leyes se ve obligado a cumplir.
Aunque el hombre tenga conciencia de su vida personal, es siempre el instrumento inconsciente del trabajo de la historia de la humanidad.
Cuanto más elevado sea el puesto que ocupe en la escala social, mayor es el número de sus relaciones y mayor es su poder.
«¡El corazón de los reyes se encuentra en la mano de Dios!
¡Los reyes son los esclavos de la historia!»”
Quienes leemos creemos oír la voz de un sabio. Por eso, además, esta obra es clásica.
También parece primar la idea de que los clásicos solamente son los del Viejo Continente. En América también los hay, si nos atenemos a esas condiciones expresadas: el paso del tiempo que, en lugar de descalificarlos, los eleva; la vigencia de los mensajes en la actualidad y la maestría expresiva.
Nadie discutirá que estas cualidades asisten a Pedro Páramo de Juan Rulfo, Hausipungo de Jorge Icaza, Redoble por Rancas de Manuel Scorza y Azul de Rubén Darío, por mencionar apenas unas cuantas obras. Y entre las colombianas, tampoco creo que haya disputa si mencionamos María de Jorge Isaacs, La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla, La vorágine de José Eustasio Rivera, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal, por mencionar solo algunas.
Y no hay discusión, porque se saben fundamentales en nuestra historia literaria. Parecen interpretar la época, la cultura, los fenómenos sociales, la vida familiar. Y encuentran, para hacerlo, métodos, técnicas y estilos efectivos y cautivantes.
“Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
sin voz y sin color, saben secretos
de las épocas muertas, de las vidas
que ya nadie conserva en la memoria,
y a veces a los hombres, cuando inquietos
las miran y las palpan, con extrañas
voces de agonizante, dicen, paso,
casi al oído, alguna rara historia
que tienen oscuridad de telarañas,
son de laúd y suavidad de raso”.
Dice José Asunción Silva en el poema “Vejeces”, incluido en un clásico: El libro de versos.
Así, pues, clásicas son las obras que fueron importantes en su tiempo y continúan siéndolo; acumulan edad, pero no envejecen.
Envigadeño dedicado a la escritura de periodismo narrativo y literatura. Libros de cuentos: Al filo de la realidad y El alma de las cosas. Periodismo: Contra el viento del olvido, en coautoría con William Ospina y Rubén López; Crónicas de humo, El Arca de Noé, y Vida y milagros. Novelas: Gema, la nieve y el batracio, El fiscal Rosado, y El fiscal Rosado y la extraña muerte del actor dramático. Fábulas: Las fábulas de Alí Pato. Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa.