Los Keneddy: Y el campo abierto
Y el campo abierto les ofrece rodadas, novillos guampudos, que ellos voltean a mano limpia, toros melenos para lidiar cojinillo en mano.
Es la fiesta de sus mocedades. La preside Don Carlos Duval Kennedy.
Hoy los proscriptos recuerdan la estancia y sonríen melancólicos. Evocan al progenitor y guardan un silencio de homenaje.
- Qué hombre era el viejo! Exclama Eduardo.
Lo describe con su sombrero alto y su levita impecable. Un gentleman. Medido en ademanes. Brillante la palabra que, en sus momentos de emoción, iba adquiriendo gradualmente marcado dejo criollo. Admiraba a su Argentina. Enseñó a sus hijos a quererla como ella merece; por austera y fecunda, por el tranquilo puso de su fuerza; seno del mundo, madre adoptiva de ingenios y desheredados, madrastra de quienes osen faltar a sus leyes.
Marcan hacienda en el corral. Fuera, los “muchachos” torean terneros ariscos y los pasan de “capote en capote”. El señor Duval Kennedy observa a sus cachorros. Pero los fogones empiezan a soltar novillos grandes de afiladas guampas. Los diestros continúan jugando. Ya Don Carlos no sonríe. Intenta oponerse. Caería en contradicción. Calla. Entre los novillos aparecen toros de años, melenudos. Las cornaderas rozan, queman la piel. Vuelan los cojinillos. Andan en el aire vellones, ocurrencias, bravura. Los niños “no aflojan”. El fogón tampoco: quema al vacuno, lo embravece y suelta.
Buen rato después, el preceptor de criollismo hace una concesión al padre. Don Carlos grita:
- Sigan “jugando”. Al que lo mate un toro, no le voy a mandar ni el “tumbero” para que lo alce. “Se va a podrir (sic) al sol”.
Y les vuelve la espalda.
Era toda la ternura que podía gastar en clase aquel maestro tan hombre.