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<p>Un viaje a la Santa</p><p>Muerte</p><p>Alberto Granados</p><p>Enfrentarse a una primera novela es como cuando se tiene el</p><p>primer hijo: nadie te explica las dificultades que conlleva. Y al</p><p>igual que uno acude horrorizado ante el primer llanto del bebé sin</p><p>saber muy bien cómo calmar la incómoda situación, el escritor se</p><p>sienta frente al ordenador con la sensación de no tener muy claro</p><p>por dónde empezar la tarea encomendada.</p><p>Lo primero es tener una historia, adaptarla a un decorado,</p><p>empezar a construir los personajes, situarla en el tiempo... Los</p><p>vigilantes de los días es mi primera novela y tenía la certeza de</p><p>que necesitaba escribir sobre algún tema que conociera mediana­</p><p>mente y, sobre todo, debía encontrar un personaje protagonista</p><p>capaz de darme satisfacciones y de convertir aquel acto de sen­</p><p>tarme frente a la pantalla todos los días en un escape de la rutina</p><p>cotidiana.</p><p>En mi cabeza se agolpaban decenas de ideas, pero una rápida­</p><p>mente se apoderó del resto y comenzó a ganar la batalla de la ins­</p><p>piración. Recordé un viaje realizado a México D.F. en busca de la</p><p>Santa Muerte. Enseguida me llegaron a la memoria las calles aba­</p><p>rrotadas de la capital mexicana, el colorido, el bullicio de los mer-</p><p>cadillos, el olor a chile y el sabor a tequila. Enseguida comprendí</p><p>que desde aquel instante empezaría una aventura que, sin ningu­</p><p>na duda, comenzó en Madrid preparando un reportaje que tenía</p><p>que realizar para un canal de televisión...</p><p>Alberto Granados: Los vigilantes de los días. Ed. Espasa, Madrid, 2011.</p><p>35</p><p>Hace unos años, en Madrid</p><p>Me encontraba sentado en mi despacho, frente al ordenador,</p><p>buceando en Internet, intentando localizar información de aque­</p><p>lla siniestra calavera que, según me habían contado, era adorada</p><p>por narcos y delincuentes. Las imágenes se iban amontonando</p><p>en mi escritorio, fotografías que mostraban aquel esqueleto con</p><p>decenas de vestuarios diferentes y acompañada en algunos casos</p><p>de una guadaña o sosteniendo una bola del mundo. Tenía previs­</p><p>to pasar unos días en México D.F. para realizar unos cuantos</p><p>reportajes para la televisión y mi obsesión era intentar localizar</p><p>esa misteriosa iglesia que, según señalaban algunas páginas de</p><p>Internet, estaba situada en Tepito, el barrio más marginal del</p><p>D.F.</p><p>Aterricé en la capital mexicana sin tener cerrado aquel reporta­</p><p>je pero con el convencimiento de que tarde o temprano encontra­</p><p>ría alguna pista que me llevaría directamente hasta el altar de</p><p>aquella Virgen clandestina. Y el rastro no tardó en llegar...</p><p>Visitando uno de los mercadillos cercanos a la monumental</p><p>plaza del Zócalo me encontré frente a ella. Entre las abarrotadas y</p><p>bulliciosas callejuelas repletas de vendedores vociferando a los</p><p>cuatro vientos las excelencias de sus mercancías me encontré con</p><p>una imagen de unos dos metros en una de las esquinas de un calle­</p><p>jón. Vestida con un suntuoso traje azul celeste, aquella Virgen era</p><p>depositarla de todo tipo de peregrinas ofrendas: cigarros encendi­</p><p>dos, chupitos de tequila, dinero, dulces o frutas. Incluso descubrí</p><p>horrorizado que también había algunas gotas de sangre. Me acer­</p><p>qué y dejé varios pesos y, algo avergonzado, le pedí en silencio</p><p>que me dejara llegar hasta ella. La petición no tardaría en cum­</p><p>plirse: una persona que observaba extrañada cómo un turista esta­</p><p>ba parado ante su santa y ponía dinero a sus pies me indicó que</p><p>había un mercado, el de Sonora, en el que encontraría todo lo</p><p>relacionado con la Santa Muerte. Al parecer, aquél podría ser el</p><p>lugar perfecto para localizar la ubicación de la iglesia.</p><p>Al día siguiente me dirigí hacia aquel mercado, sin saber con</p><p>exactitud lo que me iba a encontrar. Los alrededores eran un</p><p>auténtico caos repleto de coches y camiones que intentaban repar­</p><p>tirse el poco asfalto libre que quedaba. Un policía de tráfico tra-</p><p>36</p><p>taba de ordenar a base de gritos y enérgicos movimientos de bra­</p><p>zos aquel desastroso puzle circulatorio.</p><p>Conseguida la heroica misión de parquear, me dirigí hacia el</p><p>interior. Se trataba de un enorme edificio abarrotado de puestos,</p><p>una especie de mercado tradicional pero que, en vez de vender</p><p>frutas, pescado o embutidos, ofrecía en sus mostradores velas,</p><p>inciensos, imágenes de vírgenes, escapularios y amuletos. N o</p><p>había orden ni concierto: la Virgen de Guadalupe se mezclaba con</p><p>la Santa Muerte o con el Niño Jesús sin que a nadie pareciera</p><p>molestarle.</p><p>En uno de aquellos puestos me dieron la pista que buscaba: la</p><p>iglesia más importante que veneraba la Santa Muerte se encontra­</p><p>ba, en efecto, en el barrio de Tepito, uno de los más peligrosos del</p><p>D.F. Allí, todos los domingos, a las doce, oficiaba misa un sacer­</p><p>dote llamado David Romo. Unas cuantas indicaciones más sobre</p><p>las calles que tenía que recorrer fueron suficientes para que me</p><p>sintiera preparado para localizar aquel templo que ya se había</p><p>convertido en una obsesión. Como es de suponer, no me marché</p><p>del mercado sin volver a depositar a los pies de la Santa unos</p><p>cuantos pesos más.</p><p>De nuevo en mi despacho de Madrid, tiempo después y frente</p><p>a la pantalla del ordenador, vi claramente que ya tenía gran parte</p><p>de la novela. Aunque debía añadir, si quería llegar al corazón del</p><p>lector, algunos ingredientes más: una historia de amor, unos cuan­</p><p>tos asesinatos, intriga, emoción, algo de tradición, mucha descrip­</p><p>ción de los decorados, pasión, música de los Tigres del Norte y</p><p>sobre todo... ¡muchos litros de tequila!</p><p>Respiré hondo y me fijé en la imagen de la Santa Muerte com­</p><p>prada en el mercado de Sonora. Parecía que me observara desde</p><p>una de las estanterías de mi biblioteca. La sonreí, me encomendé</p><p>a ella y las letras comenzaron a fluir: «El sumo sacerdote levantó</p><p>al aire las manos empapadas de sangre, aún caliente que goteaba a</p><p>lo largo de sus brazos...» C</p><p>37</p>