Editorial El Comercio

Una falla en el sistema de luces del dejó este fin de semana varados a miles de pasajeros cuyos vuelos tuvieron que ser cancelados y originó un sinfín de problemas para otros tantos que tenían programada su llegada a Lima para este domingo. Ellos, como se sabe, tuvieron que quedarse en algún otro punto de su trayecto a esperar que la situación fuese superada o fueron derivados al aeropuerto de Pisco para ser luego trasladados por tierra hasta la capital. En ese otro aeródromo, además, se produjo un accidente –un avión de Iberia chocó, ya en tierra, contra un poste de luz cuando había terminado de cargar combustible– provocado, en última instancia, por la emergencia suscitada en el Jorge Chávez.

Lo auténticamente grave del trance, sin embargo, va mucho más allá de los inconvenientes ocasionados a los pasajeros o de los costos generados por ello. Lo escalofriante es el peligro de muerte al que la gente a bordo de los aviones y en tierra ha estado expuesta por el ya mencionado fallo de luces. En ese contexto, las seudoexplicaciones y el peloteo entre las autoridades supuestamente competentes a propósito de la responsabilidad de lo sucedido parecen un chiste macabro.

Ninguna de las respuestas oficiales, no obstante, alcanza los niveles de desatino de la ofrecida por el titular de Transportes y Comunicaciones, Raúl Pérez-Reyes. Según él, efectivamente, el problema habría sido “un evento fortuito”. Como si a alguien le pudiese caber en la cabeza que fue un evento planificado… Dijo también el ministro que se había dirigido al aeropuerto “a resolver el problema y no a buscar culpables”, lo que da una idea de la forma como toda circunstancia será enfrentada por el Ejecutivo. Resolver el incordio era, desde luego, una prioridad, pero hacerlo no podía suponer dejar de lado la determinación de las responsabilidades por lo acaecido. De otra manera, lo que tendríamos que entender es que esto podría repetirse: es cuestión de esperar el próximo “evento fortuito”.

Cabe recordar, además, que esta no es la primera ocasión en la que el manejo de enciende las señales de alarma. Este Diario advirtió a principios de abril que, a febrero de este año, tres de las ocho antenas que forman parte del sistema de comunicación, navegación y vigilancia de dicha entidad estaban fuera de servicio. A eso debemos agregar el trágico episodio producido en la pista de aterrizaje del mismo aeropuerto que, en noviembre del 2022, terminó con la muerte de dos bomberos, y que comprometió a varios trabajadores de Córpac, y también el hecho conocido de que, para ganar más, muchos de los controladores trabajan horas extras incurriendo en un comportamiento nada recomendable para la seguridad de las personas que dependen del servicio que ellos brindan.

Las reflexiones que esto motiva son varias y ninguna de ellas es alentadora o positiva. En primer lugar, es claro que nos encontramos una vez más ante la pésima calidad de gestión de una empresa estatal. En segundo término, las perspectivas que ofrece la posibilidad de que esos mismos administradores estén en el futuro cercano a cargo de una nueva terminal, como pretenden, son como para erizarle los pelos a todo futuro viajero o siquiera visitante de las instalaciones del Jorge Chávez. Y, por último, el juego del gran bonetón en el que se han enredado las instancias oficiales a propósito del temerario desaguisado del fin de semana revela que nadie está dispuesto a tomar realmente las riendas de la crítica situación que hemos descrito y, por lo tanto, una nueva desgracia podría estar a la vuelta de la esquina.

En lo que concierne a la conducción de Córpac, estamos tan a oscuras como la pista de aterrizaje del aeropuerto capitalino este último domingo.

Editorial de El Comercio