“Pagamos nuestros impuestos y ¿cuál es nuestra recompensa? ¿Cuántas escuelas y hospitales tendríamos ahora con todo lo que nos han robado?”, me pregunta un taxista quien –como millones de ciudadanos peruanos– se levanta al alba para sacar adelante a su familia. En medio del pesar y la indignación que provoca este megalatrocinio se me viene a la mente la palabra agravio. Concepto clave de la frase “delito en agravio del Estado” que, cual conjuro, pronuncian los fiscales encargados de defender los intereses de la república del Perú. Porque el agravio que un puñado de delincuentes le han infligido a los que viven del sudor de su frente es un hecho concreto que se expresa en dos niveles. Por uno, la expropiación millonaria de nuestros impuestos y, por el otro, el ataque brutal contra nuestra dignidad, honor y credibilidad interna y externa. ¿Eso cuánto vale? No tiene precio. “Cuando pienso en todo lo que está ocurriendo –me dice Alexandra una joven profesional nacida en 1985– me doy cuenta de la magnitud del robo a nuestro país durante todos los años de mi vida”. Es tal la perplejidad ante el “Lava Jato peruano” que hasta un connotado periodista se permite sugerir que el bicentenario de nuestra independencia se traslade al 2024 “porque a este paso quién sabe lo que ocurrrirá de acá al 2021”.
Plantear la batalla de Ayacucho como la culminación de nuestro ciclo libertario, que compartimos con repúblicas hermanas que ayudaron a desbaratar “ el nudo del imperio”, tiene muchísimo sentido. Por ser un virreinato importante –una de las joyas de la corona española– nuestra independencia pasó por una serie de fases y si se le compara a la de nuestros vecinos fue bastante tardía. Ser libres nos costó muchísimo y es por ese motivo que en este camino al bicentenario deberíamos analizar el tema de la libertad, que demanda esfuerzo pero también una responsabilidad personal de la que muchos de los peruanos, hoy presos o esperando entrar a la cárcel por robarnos a mano armada, simplemente carecen.
“El que está condenado a repetir el pasado no es quien no lo recuerda, sino quien no lo comprende” señala Daniel Giglioli en su extraordinario libro “Critica a la víctima”. Ahí señala que una víctima que alza la voz al servicio de una causa común venciendo su sufrimiento personal, su vergüenza y su miedo define el tránsito entre un animal que sufre y otro que, mediante el uso de la palabra, se transforma en un animal político. Giglioli no da una solución específica al tema de la victimización, que adquiere múltiples formas siendo una de ellas la sensación de agravio. Sin embargo, siguiendo con su consejo de regresar a la palabra sanadora recurro al concepto de desagravio (“restaurar lo que fue injustamente tomado y compensar con generosidad el egoísmo que causó la injuria”) que apuesta por una acción concreta. La que, en nuestro caso, permite definir una serie de mecanismos para reparar la confianza, la dignidad y el buen nombre del Perú. Queda claro que el tema penal y el de una reparación económica corresponde al Poder Judicial.
La desolación no permite valorar que los actos de desagravio –a veces anónimos– de miles de peruanos, rinden sus frutos. Hace poco lo comprobé al volver a Dublín, invitada por la Cancillería Irlandesa y la Sociedad de Estudios Irlandeses-Latinoamericanos (Silas). La vida me llevó de vuelta a Trinity College donde, hace más de un año y en medio de una crisis política inédita, presenté en sociedad la primera embajada del Perú en Irlanda. Fue en el mismo ambiente donde ocurrió la presentación y un día después de mi charla magistral sobre la colaboración entre Roger Casement y el juez chiclayano Rómulo Paredes –para la liberación de las comunidades indígenas del Putumayo– donde Gabriela McEvoy –mi hermana– lanzó su primer libro sobre la inmigración irlandesa al Perú. Rodeada de los amigos académicos –que hice durante mi gestión en la tierra de mis ancestros– me enteré de que nuestro país fue propuesto como sede al próximo congreso de Silas que tendrá lugar en el 2021 en Lima. Esta nominación –que ganamos posteriormente por unanimidad– me llena de orgullo y me permite corroborar que la diplomacia cultural funciona a pesar de todas las circunstancias negativas.
“Qué alegría sentimos de que se discuta el bicentenario en Buenos Aires porque los peruanos, también, nos estamos reuniendo para organizar las celebraciones patrias” me señaló una compatriota luego de culminar la conferencia organizada por nuestra misión en Argentina. En la misma se recordaron los lazos históricos entre Argentina y el Perú y cómo nuestro país está dando batalla contra la corrupción, mientras la economía se mantiene sólida a pesar de los problemas políticos que nos embargan. Preocupados por lo que está ocurriendo en el Perú pero ilusionados con la celebración de nuestro bicentenario las comunidades peruanas en el mundo anhelan ser parte de las celebraciones de nuestra independencia y no debemos de olvidarlas y mucho menos el potencial económico, político y simbólico que ellas poseen. No solo porque llevan al Perú en su corazón sino porque buscan honrarlo a través del tiempo y la distancia. En el caso argentino la visita al cuartel de los Granaderos, con el embajador Camino, me permitió descubrir una vez más la importancia de la mística y la historia para cualquier acto de reparación, del desagravio al que me he referido a lo largo de la columna. En el cuartel de Granaderos vive el espíritu del general José de San Martín, celebrado por sus habilidades militares pero principalmente por su desprendimiento frente al poder. Lo que nos regresa a la discusión inicial sobre el abuso del poder y el castigo que muchos depredadores del Estado están confrontando en la actualidad. El bicentenario puede colaborar en el desagravio del Perú honesto y trabajador, creando, asimismo, el contexto para repasar una historia de ambición y rapacidad desenfrenada que es imprescindible comprender para no volver a repetir.