“Veinte años hace que trabajo con indeclinable afán por la prosperidad y la independencia de mi patria, como profesor y literato durante la dominación española; como magistrado desde el 28 de julio en que proclamé junto a San Martín la independencia...”, recordó nuestro sabio Hipólito Unanue cuando en 1827 le dijo adiós a un servicio público mediante el cual dignificó y elevó el nombre del Perú. Y es que a pesar de que el encargado de sentar las bases del “Mercurio Peruano”, la Sociedad Amantes del País, el Anfiteatro Anatómico de Lima, la escuela de Medicina de San Fernando, la Secretaría de Hacienda y lo que es hoy nuestra cancillería reconoció el sinfín de “disgustos y contrariedades” que oprimieron su “alma”, también, confesó retirarse “feliz” de su prolífica “misión”. A casi doscientos años del retiro voluntario de un peruano que además de naturalista, periodista, profesor y meteorólogo es reconocido como padre de la medicina nacional, el acto sigue conmoviéndome por su singularidad. No hay más que recordar que Ramón Castilla, por mencionar un ejemplo conocido y repetido, murió a los 67 años con la pistola al cinto y en los brazos del golpista y magnicida Tomás Gutiérrez. Ambos iban camino a asaltar el poder central.
Retirarse, sinónimo de apartarse, alejarse, separarse o distanciarse, remite al acto de dejar el camino libre para los que vienen detrás. Pero también, es la actitud deliberada de quien, como fue el caso de Unanue, entiende que es posible avizorar una existencia más allá del poder. La frase que Marguerite Yourcenar pone en boca de Adriano: “Lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo”, ayuda a contextualizar tanto la despedida pública de Unanue como sus plácidas caminatas, en compañía del ex presidente chileno Bernardo O’Higgins, con el atardecer cañetano sobre sus sienes. Muchas veces he intentado imaginar las conversaciones entre el ariqueño y el chillanejo. ¿Compartieron acaso sus fascinantes experiencias de vida, recordando con nostalgia a aquellos que el poder destruyó, como fue el caso de Simón Bolívar? ¿Hablaron de sus errores o, mejor aún, de las lecturas que los ayudaron a conquistar las cumbres y a evadir los precipicios por donde osaron aventurarse? Porque, a pesar de las dos décadas que generacionalmente los separan, tanto Unanue como O’Higgins, quien estudió en el Convictorio de San Carlos de Lima, se nutrieron de la influencia benéfica de la ilustración peruana. Una corriente intelectual que de acuerdo a Percy Cayo no solo creó un capital cultural enorme sino que lo exportó a la región. El caso del “Mercurio Peruano” llegando a los confines del imperio español o más concretamente la réplica del anfiteatro anatómico de Lima en Santiago, obra del discípulo de Unanue José Gregorio Paredes, son prueba contundente de la potencia intelectual de nuestra escasamente reconocida ilustración.
Cuando veo con tristeza lo bajo que ha caído la política peruana y la pobreza intelectual y moral de los llamados “padres de la patria”, vuelvo a las obras y al ejemplo de vida de nuestros ilustrados. Inimaginable un Hipólito Unanue con orden de captura internacional por cobrar millones de dólares en comisiones o a un Faustino Sánchez Carrión haciendo lobby o blindando a delincuentes. Lo que ellos más bien hicieron fue pensar en el Perú, colaborando no solo en acrecentar su buen nombre sino ideando maneras de fortalecer su sistema institucional. Porque el gran tema del Humanismo, del cual son herederos los ilustrados, es permanecer en el tiempo. Acá me refiero a ese atisbo de eternidad y de gloria que encontramos en Leonardo, en Bocaccio o en Pedro de Peralta y Barnuevo, nuestro “doctor océano”.
En el caso de la política lo que mueve a los ilustrados es la construcción del Estado. Luego de mostrar sus dudas entendibles por el modelo republicano, Manuel Lorenzo de Vidaurre llega a la conclusión de que solo un sistema jurídico sólido resguardará a la república de sus dos grandes enemigos: la anarquía y la corrupción. En esa misma línea de pensamiento, Sánchez Carrión apuesta por las instituciones, la descentralización, pero también por una cultura ciudadana, capaz de dejar atrás los delirios y las pretensiones de los cortesanos de antaño. Todos entendieron los riesgos y abrazaron el cambio con la esperanza que les daba el conocimiento profundo de las humanidades. Pocos comprendieron la fuerza de la inercia histórica y el voluntarismo de los rapaces. Sin embargo, el legado de los ilustrados y la relevancia de su pensamiento siguen hablando por ellos a través de sus obras. Porque nunca se retiraron de las mentes de los que aún los recuerdan con respeto y admiración. Y, en ese sentido, felicito al Ministerio de Cultura por declarar patrimonio cultural de la nación quince unidades bibliográficas de la obra intelectual de Vidaurre, publicadas en Madrid, Puerto Príncipe, Boston, Filadelfia, París y Lima. Un gran gesto simbólico, como las monedas que próximamente acuñará el BCR con su rostro y el de otros ilustrados. Es bueno celebrar a los ilustrados, analizar su sentido de trascendencia y belleza en estos tiempo de ignominia y griterío.