“Lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo” es una de las frases más impactantes de las “Memorias de Adriano”, un clásico de la novela histórica. Temas tan universales como la filosofía, el amor, la ambición por el poder, lo sublime del conocimiento o el espanto ante la fragilidad humana son abordados con maestría por Marguerite Yourcenar. En la biografía imaginada de un César enfrentando el final de su existencia Yourcenar desvela “un momento único” en la historia de Occidente. Sin un ser superior, ante el cual bajar la cabeza y rendir cuentas, y mucho menos ante dioses –a los que adorar y temer–, las reflexiones de Adriano a su primo y heredero Marco Aurelio ayudan a entender la complejidad del mundo clásico, explorando, además, la naturaleza del poder absoluto. En el crepúsculo de su vida el viejo emperador se dirige a quien lo reemplazará en el cargo, dándole consejos sobre su futuro mandato. “Quería el poder”, le confiesa a Marco Aurelio. “Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”.
Yourcenar anotó en su post scritptum a la edición original de las “Memorias de Adriano” que fue una frase, (re)encontrada en la correspondencia de Gustav Flaubert, la que le inspiró a escribir el libro que la catapultó a la fama. “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”. En breve, el objetivo de su novela histórica era “tomar una vida conocida, concluida, fijada por la historia (en la medida en que puede serlo una vida), de modo tal que sea posible abarcar su curva por completo; más aun, elegir el momento en que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla. Hacerlo de manera que ese hombre se encuentre ante su propia vida en la misma posición que nosotros”.
No existen evaluaciones que nos permitan entender, de primera mano, por qué Atahualpa bebía chicha del cráneo de su hermano Huáscar, después de mandarlo asesinar o por qué el odio de los almagristas culminó en la eliminación de Francisco Pizarro en pleno Palacio de Gobierno. La escena en la que Melchor Montoya y otros dos sargentos se sortean, a las afueras de Lima, el “privilegio” de acribillar por la espalda a Manuel Pardo no explica, tampoco, las motivaciones más personales del magnicidio. Así como tampoco es posible entender a cabalidad la razón que subyace a los fusilamientos de Chan Chan o al proceso que llevó a Abimael Guzmán a convertir al Perú en un campo de exterminio como parte de su sueño de dominación. Tal vez, y acá ensayo una hipótesis, es la obsesión por ejercer el poder sin cortapisas, quitándole incluso la vida al otro, lo que ha ido definiendo una historia plagada de deportaciones, encarcelamientos, traiciones, ejecuciones, feminicidios, calumnias y una reguera de muertos. Y como se ha demostrado, una y otra vez, las consecuencias de un poder sin humanidad ni horizonte son nefastas no solo para el Perú, sino para los que, en su afán de control, y acá incluyo el económico, van cayendo uno a uno por el camino.
Probablemente a Marguerite Yourcenar le hubiera interesado escuchar las reflexiones de un hombre que ejerció el poder absoluto, como fue el caso del ex presidente Alberto Fujimori, pidiéndole perdón a su hija, ahora con prisión preventiva, por “meterla en el mundo de la política”. Como si esa cultura política en la que ella se nutrió, desde sus años de primera dama, fuera un escenario desconocido y no aquel que su propio padre fue labrando: a punta de ambición, desdén por nuestra historia y desprecio por la democracia. Siembra vientos y cosecharas tempestades, dice el argot popular. La soberbia humana, que es inherente a nuestra condición, solo se combate con conocimiento. Es de ahí que proviene la única verdad: somos una partícula ínfima del universo que tarde o temprano desaparecerá, tal como lo admitió con inigualable sabiduría Adriano, amo y señor del mundo.